Introducción
El 23 de septiembre de 2015 el presidente Juan Manuel Santos y el comandante del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), Timoleón Jiménez, “Timochenko”, firmaron en La Habana, Cuba, un acuerdo sobre el punto considerado más problemático en la agenda de las negociaciones de paz que se iniciaron casi tres años atrás, el 19 de noviembre de 2012. El acuerdo sobre justicia transicional, restaurativa y reparadora, crea una jurisdicción especial para los crímenes cometidos en el marco del conflicto armado, que cobijaría a todas las partes, los integrantes de la guerrilla y los agentes de la sociedad civil y del Estado, incluyendo los militares. Así mismo, se estableció un plazo de seis meses para la firma del acuerdo final de paz. De esa forma, aunque faltando un trecho importante, el proceso de paz entró en una etapa final a la que nunca antes se había avanzado y que prácticamente era inimaginable unos años atrás.
Artículos para suscriptores
[login_form]
[restrict]
En efecto, la política de seguridad democrática (PSD) bajo el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010), que consistió en una ofensiva militar sin precedentes contra la insurgencia, articuló a los sectores sociales y políticos descontentos con el proceso de paz iniciado en 1999 entre Gobierno y Farc, entre quienes se encontraban representantes de élites regionales emergentes de distinta raigambre y sectores de las élites políticas tradicionales, de tal forma que las vías para una negociación del conflicto armado quedaron cerradas. Durante 2009 se generó un debate sobre la posibilidad de que Uribe se presentara para un tercer mandato presidencial, luego de haber promovido y aprovechado una reforma constitucional que permitió la reelección presidencial inmediata en 2006, posibilidad hecha realidad con la sanción de una ley que autorizaba un referendo sobre la reforma constitucional que, a su vez, permitiría la segunda reelección consecutiva, en septiembre. Sin embargo, en febrero de 2010 la Corte Constitucional declaró inconstitucional dicha norma al hallar vicios de proceso en su promulgación. En ese momento Juan Manuel Santos, quien se había destacado como ministro de Defensa, tomó las banderas del uribismo erigiéndose en candidato de la continuidad.
Para las elecciones de 2010, Santos obtuvo la mayor votación en la historia de Colombia hasta ese momento, 9.004.221, 69.1 por ciento de los votos con el Partido Social de Unidad Nacional, mientras su contendiente Antanas Mockus, logró 3.588.819, el 27.5 por ciento de la votación, en la segunda vuelta. Se eligió la continuidad, pero solo aparentemente, pues Santos le imprimió un estilo y una orientación distinta a su gobierno. A los pocos días de su posesión se esmeró en recomponer las relaciones con países vecinos como Venezuela y Ecuador, interrumpidas desde el gobierno de Uribe por problemas asociados al conflicto armado interno (Wills y Benito, 2012, p. 90). También implementó reformas institucionales, como la reactivación de los ministerios que el anterior gobierno había suprimido (Salud, Justicia, Trabajo), o la liquidación de entidades donde se habían presentado casos de corrupción (Dirección Nacional de Estupefacientes, Departamento Administrativo de Seguridad). Pero quizás la mayor ruptura se produjo en torno al tema de la paz, porque Santos no sólo reconoció la existencia de un conflicto armado, dejando atrás la obstinada opinión del anterior mandatario, quien sostenía que se trataba de una amenaza terrorista, sino que tomó varias decisiones para abrir el camino hacia la consecución de la paz. Así, en junio de 2011 promulgó la Ley 1448, o Ley de Víctimas, para reparar y atender a las víctimas del conflicto armado interno. En la misma dirección, el 26 de agosto de 2012 firmó con las Farc el “Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, que significó el inicio de conversaciones con ese grupo guerrillero en La Habana, Cuba.
Este cambio en el estilo de gobierno estuvo acompañado por una retórica reformista que pretendió cambiar la “seguridad democrática” por la “prosperidad democrática” (Presidencia de la República, 2010), y que se trazaba como meta que Colombia entrara a hacer parte de los países desarrollados. No obstante, la “prosperidad democrática” no funcionó como significante articulador de los sectores dominantes, y pasados unos años dejó de escucharse en boca del Gobierno. Aún más, el sector uribista se ha presentado como la oposición a Santos, acusándolo de traición, y el mismo expresidente Uribe, quien desde 2014 funge como senador, ha criticado en forma permanente el proceso de paz. En el fondo, la disputa entre el santismo y el uribismo representa dos fracciones de las élites. Aunque ambas comulgan en general con políticas macroeconómicas y no se atreverían a tocar de fondo los privilegios ni el modelo de acumulación neoliberal, sí esgrimen visiones diferentes ante diversos tópicos que implican al conjunto nacional, debido a los intereses que representan: Santos a las élites tradicionales del centro del país, que virtualmente han mantenido el poder desde los orígenes de la República; mientras Uribe representa sectores emergentes y tradicionales de ciertas regiones resistentes a las políticas del centro, especialmente las reformas que pueden producirse como consecuencia de un acuerdo de paz.
Fruto de este giro, el primer ciclo de negociaciones de paz con las Farc arrancó formalmente el 19 de noviembre de 2012; si bien desde el principio el Ejército de Liberación Nacional (Eln) manifestó su intención de participar y desde mediados de 2014 se llevan a cabo acercamientos entre el Gobierno y esa organización en Ecuador, el proceso de discusión de su agenda particular terminó por demandar un tiempo más extenso que el imaginado. Con las Farc se acordaron tres fases, acercamientos secretos, negociaciones e implementación de los acuerdos, así como una agenda que comprende la política agraria, la participación política, el fin del conflicto, el problema de las drogas ilícitas y las víctimas. El principio guía del proceso, consignado explícitamente en las reglas de funcionamiento de las negociaciones establecidas en el Acuerdo antes mencionado, es que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”. Las negociaciones se llevan a cabo en secreto para evitar la influencia desmedida de los medios de comunicación y, por parte del Gobierno, en la mesa de negociación participan por primera vez representantes de las Fuerzas Armadas en retiro.
En los tres años transcurridos se ha avanzado más que en cualquier otra oportunidad, al alcanzar importantes acuerdos en materia de política agraria, participación política y el tema de las drogas ilícitas, además de la justicia. Paradójicamente, el proceso de paz ha tenido un gran respaldo a nivel internacional, muy superior a los niveles de legitimidad observados en el plano interno, a pesar de que contó con unos mecanismos de participación gestionados por la Universidad Nacional de Colombia y la ONU; de la misma manera, el gobierno Santos se ha visto enfrentado por grandes movilizaciones sociales, que en términos generales rechazan su política económica pero que al mismo tiempo respaldan decididamente las negociaciones con la guerrilla (Romero, 2015: 46). El país garante, Noruega, y los veedores, Cuba, Venezuela y Chile, se han constituido en actores de primera línea que, entre otras cosas, permitieron resolver una de las crisis más importantes del proceso: la retención en el departamento del Chocó, a fines de 2014, del general Rubén Darío Alzate por parte de las Farc.
La estrategia de Santos demuestra un aprendizaje importante respecto de la anteriores negociaciones. Así por ejemplo, en vez de “zona de distensión” decidió negociar en el exterior con apoyo de la comunidad internacional. En lugar de realizar una negociación pública, con el riesgo de convertir el proceso en un espectáculo mediático, inicialmente asumió una negociación confidencial. Sin embargo, el proceso tiene varios retos, que en parte han sido una constante desde que se iniciaron conversaciones con la guerrilla a principios de los años ochenta: primero, la oposición de parte de las élites representadas en esta ocasión en el sector uribista, que ha usado todos los medios a su disposición para tratar de deslegitimar y torpedear las negociaciones; segundo, el hecho de que, igual que en otras oportunidades, se negocia en medio de la guerra, lo cual brinda oportunidades para que los actos de violencia de las partes se conviertan en motivos para acabar con las negociaciones; tercero, la carencia de una “pedagogía de la paz” que permita legitimar entre la sociedad colombiana el proceso y sus logros particulares, sobre todo frente a una eventual refrendación popular de los acuerdos; finalmente, los descontentos en el interior de las Fuerzas Armadas (FF.AA.), que han salido a la luz pública, entre otras cosas, con las filtraciones de información de inteligencia a favor del actual senador Álvaro Uribe, alimentadas con la retórica belicista del exministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón.
En suma, el proceso de negociación ha estado caracterizado por una paradoja. De una parte, se trata tal vez del esquema de negociación mejor concebido e implementado desde que en 1982 tomó forma en Colombia el ciclo de la negociación política del conflicto armado. Esto ha permitido alcanzar los acuerdos parciales hasta hace poco insospechados. Sin embargo, de otra parte, el proceso de paz no ha gozado de gran popularidad y sus desafíos en buena medida dependen de las estrategias de terceros actores, principalmente de la oposición uribista y sus continuos intentos para politizar a las FF.AA. en contra del proceso, aspectos preocupantes si se tiene en cuenta que la eventual firma de un acuerdo final es apenas un punto de partida hacia la construcción de la paz en el país, que de conseguirse le imprimiría una dinámica inédita a la política colombiana.
En este contexto, este ensayo analiza el papel de la fuerza pública, las Fuerzas Militares (FF.MM.) y la Policía, en las negociaciones del conflicto armado desde principios de los años ochenta y los principales desafíos que estas instituciones enfrentan de cara a un hipotético posacuerdo. Este concepto designa con más precisión el período por seguir luego del eventual establecimiento de acuerdos de paz entre Gobierno e insurgencia armada que el de posacuerdo, pues permite resaltar la complejidad tanto del conflicto armado como del proceso de transición, así como la apuesta por una paz positiva que necesariamente llevaría a la consolidación de la democracia.
En efecto, el conflicto armado presenta una gran cantidad de aristas cuya resolución no puede reducirse a un acuerdo parcial de paz, sin que ello lo haga menos necesario. La firma de un acuerdo con las Farc no necesariamente supondrá el fin del conflicto, en primer lugar, porque este no se reduce a la violencia política producida en la confrontación entre Estado e insurgencia armada, sino que comporta fenómenos estructurales a nivel socioeconómico, político y cultural, los cuales alimentan de distintas maneras el ejercicio de la violencia que no se resolverán con un acuerdo, aunque éste sea imprescindible para iniciar esa tarea. Segundo, aún si la comprensión del conflicto armado se reduce a su manifestación más visible, es decir, la violencia organizada, es claro que un acuerdo con las Farc no supondrá de manera inmediata la supresión de la violencia política y aquella proveniente de la criminalidad organizada que se manifiestan de distintas maneras. Finalmente, a menos que la comprensión del conflicto armado se redujera a una “amenaza terrorista” y la paz se limitara a su acepción negativa, como ausencia de guerra, un acuerdo con las Farc no significará la consecución inmediata de la paz.
Por consiguiente, el concepto de posacuerdo permite además relievar la apuesta por la construcción de una paz positiva que vaya más allá de la ausencia de guerra y que, como mínimo, se traduzca en una situación en la cual la violencia es excluida de la política y los conflictos se tramitan por la vía de la discusión pública, la negociación y la persuasión. Así pues, como advierte desde hace años Vargas (2003, 2015), entre la firma de los acuerdos y la paz existe una etapa de transición que, guardadas las proporciones es similar a las transiciones desde un régimen político autoritario hacia uno formalmente democrático, que tienen como horizonte de sentido la consolidación de la democracia con todo lo que ello puede implicar en términos de reformas políticas y socioeconómicas. Es a esta temporalidad de transición a la que corresponde la etapa de posacuerdo, en la que, entre otras cosas, se implementan los acuerdos pactados, se aceptan unas nuevas reglas de juego político y se sientan las bases para resolver los fenómenos estructurales que están en la raíz del conflicto armado.
Ahora bien, debido a la persistencia del conflicto armado en Colombia, las formas de organización, las doctrinas y los modos de operación de las FF.AA. responden al contexto, las políticas y las doctrinas contrainsurgentes de la Guerra Fría, que no pocas veces se han erigido en un obstáculo para la consolidación de la democracia y pueden dificultar aún más la construcción de la paz luego de la eventual firma de acuerdos entre Gobierno e insurgencia. En consecuencia, una de las principales tareas de la sociedad para enfrentar el posacuerdo será una reforma estructural de estas instituciones que rompa con dicho legado.
El capítulo primero reconstruye el esquema de las relaciones cívico-militares desde el Frente Nacional y sus consecuencias, así como el rol desempeñado por las FF.AA. en las negociaciones de paz con las organizaciones subversivas desde 1982. Dada la permanencia del conflicto armado, no ha sido posible una ruptura con un modelo de relaciones cívico-militares, establecido bajo el Frente Nacional (1958-1974) y adecuado a la guerra contrainsurgente, que asegura la subordinación de las FF.AA. al poder civil a cambio de una autonomía relativa sobre los asuntos de su campo. Dicho esquema ha tenido consecuencias negativas como la primacía de la doctrina contrainsurgente del enemigo interno, la politización de las FF.AA. y, consiguientemente, altos niveles de represión política.
El capítulo segundo examina las relaciones cívico-militares en el marco de las actuales negociaciones de paz e identifica algunos de los posibles retos para un eventual posacuerdo. La política de seguridad democrática del gobierno Uribe produjo una subordinación desinstitucionalizada de las FF.AA. al poder civil y reactivó la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), desconociendo el conflicto armado para diagnosticarlo como una amenaza terrorista, herencia que generó una serie de problemas al gobierno de Juan Manuel Santos en su intento por mantener la subordinación en el contexto del proceso de paz. Estos problemas se ven reforzados por la oposición que el expresidente y actual senador Uribe ha realizado a las negociaciones, puesto que en su empeño ha intentado politizar ciertos sectores militares. Por consiguiente, el posacuerdo plantea el reto de realizar una reestructuración integral de las FF.AA. que permita un control democrático de estas instituciones.
El capítulo tercero analiza los problemas que la militarización de la Policía produce a nivel institucional, operativo y doctrinario e identifica algunos de los desafíos que presenta una eventual reforma en el posacuerdo. La Policía tiene un carácter fuertemente militarizado, expresado en los ámbitos institucional, operativo y doctrinal, obstaculizando la implementación de políticas de seguridad ciudadana. Por lo tanto, el posacuerdo plantea el reto de desmilitarizar la Institución, de tal forma que su accionar esté orientado por la consecución de la seguridad ciudadana, como condición para la construcción de la paz y la consolidación de la democracia.
El capítulo cuarto estudia la contención policial de la protesta, un caso que posibilita identificar algunos de los efectos de la militarización de la Policía. La persistencia del conflicto armado y las políticas y doctrinas contrainsurgentes, se han traducido en altos niveles de represión y criminalización de la protesta, la cual se percibe como una forma de acción propia del “enemigo interno” en lugar de concebirse como un legítimo derecho ciudadano cuyo ejercicio contribuye a la democratización de la sociedad. Por esa razón, en Colombia predomina un marco normativo punitivo y un modelo de represión de la protesta intensivo en fuerza.
Finalmente, el capítulo quinto examina algunos de los ejes de discusión planteados con ocasión de la reforma de la Policía en el posacuerdo, que implica la adecuación de sus roles, doctrina y funciones al marco conceptual de la seguridad ciudadana.
[/restrict]