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La plaga del arbitraje internacional

La plaga del arbitraje internacional

El arbitraje que benefició al especulador Bernard Tapie, finalmente juzgado fraudulento, cubre de sospecha los mecanismos derogatorios de los procesos judiciales ordinarios. Sin embargo, a escala del comercio internacional, esos mecanismos, previstos en los acuerdos de libre comercio, se imponen en todas partes, para exclusivo beneficio de las multinacionales.

 

¿Qué es el metilciclopentadienil tricarbonilo de manganeso (MMT)? Un aditivo utilizado por la industria petrolera en la nafta sin plomo, para aumentar los rendimientos de los motores a explosión. La empresa estadounidense Ethyl (rebautizada Afton Chemical en 2004) lo produce en su país y luego lo exporta hacia uno de sus establecimientos en Canadá, donde se lo mezcla y vende a las refinerías canadienses y al resto del mundo. A principios de abril de 1997, en Ottawa, el Parlamento estudia un proyecto de ley destinado a prohibir la importación y el transporte de ese producto, que es también un neurotóxico proscrito en muchos países, entre ellos, Estados Unidos. Según numerosos especialistas, el manganeso se concentra en el cerebro y puede causar enfermedades neurodegenerativas graves, en tanto para varios fabricantes de automóviles, el MMT causa daños en los motores, porque los ensucia.

 

Ethyl considera que el debate parlamentario pone en riesgo su reputación, y anuncia su intención de entablar juicio a Canadá, basándose en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), vigente desde 1994. Ese tratado da a todo inversor la posibilidad de conducir ante un órgano de arbitraje privado al Estado que tome una decisión que afecte su inversión. El Parlamento ignora la amenaza y adopta la ley, en junio de 1997. Cuatro días más tarde, Ethyl reclama 251 millones de dólares por “expropiación indirecta”. En julio de 1998, el gobierno canadiense prefiere transigir, y le paga 13 millones de dólares. Deroga la ley, argumentando que la nocividad del  aditivo no está demostrada. La voluntad de un parlamento electo y de un ejecutivo quedó reducida a la nada por el poder que se confirió a una empresa privada, en el marco de un proceso judicial que elude el derecho ordinario y se pone en manos de jueces “extraterritoriales”.

 

¿Cómo se lleva a cabo semejante artimaña? El arbitraje es un modo de resolución de litigios por personas privadas, por fuera de las jurisdicciones oficiales. En general, hay tres árbitros: uno representa al demandante, el otro al defensor; de común acuerdo, las partes eligen al tercero. A este último, suele proponerlo una de las instancias arbitrales privadas que acogen el proceso, nacionales o internacionales, como la Cámara de Comercio de Estocolmo, el Centro internacional para la resolución de diferendos relativos a inversiones, instalado en Washington -donde depende del Banco Mundial- o la Cámara de Comercio Internacional (CCI), sita en París. Un mismo árbitro puede asumir sucesivamente las tres funciones. En general, el arbitraje no es susceptible de apelación.

 

¿Pronto alguna comuna francesa o región alemana será blanco de empresas estadounidenses con intenciones tan sinceramente humanistas como Ethyl? Tal es, en todo caso, el deseo de los negociadores del gran mercado transatlántico (GMT), actualmente en discusión (1). En efecto, el artículo 23 del mandato que los gobiernos de la Unión Europea dan a la Comisión de Bruselas, para negociar ese tratado de libre comercio con Estados Unidos, especifica: “El acuerdo debería apuntar a incluir un mecanismo eficaz y altamente moderno de resolución de los diferendos inversor-Estado, que garantice la transparencia, la independencia de los árbitros y lo que se prevé en el acuerdo, dando inclusive a las partes la posibilidad de aplicar una interpretación coercitiva del acuerdo.” El artículo 32 extiende la competencia de ese mecanismo a los ámbitos sociales y ambientales, y el artículo 45, al conjunto de las materias que abarca el mandato. Además, el artículo 27 especifica: “El acuerdo será obligatorio para todas las instituciones que tengan poder de regulación y para las restantes autoridades competentes de ambas partes.” Así pues, decisiones tomadas por comunas, departamentos y regiones, cuyo poder de regulación está garantizado por el artículo 72 de la Constitución de la República Francesa, podrían verse cuestionadas ante unas cámaras de arbitraje.

 

Una voluntad tan ostensible de aplastar a las jurisdicciones oficiales bajo el martillo de los intereses privados no pasó desapercibida. Y la perspectiva de que  los procesos de resolución de los diferendos entre inversores y Estados (RDIE) dicten justicia en lugar de los tribunales suscitó una importante movilización en Europa (2). La duda embargó incluso a los partidarios del GMT. En varios países, ciertas resoluciones parlamentarias -no vinculantes- solicitaron el retiro del RDIE de la negociación. Por temor a que los parlamentos nacionales se negasen a ratificar el acuerdo para eludir a las cámaras arbitrales, la Comisión Europea propuso un nuevo mecanismo, en setiembre pasado (3).

 

Ese sistema estaría compuesto por una cámara de primera instancia y una corte de apelaciones. Los fallos ya no serían pronunciados por árbitros, sino por jueces “altamente calificados”, homólogos a magistrados de la Corte Internacional de Justicia. La capacidad de los inversores de acogerse a esa jurisdicción se definiría con precisión, y se consagraría y protegería el derecho a reglamentar de los Estados. Pero el sesgo fundamental no se modifica: sólo los inversores pueden presentar una denuncia, y no las colectividades.

 

Esta inflexión de último momento causa sorpresa. La misma Comisión había propuesto introducir los artículos sobre el RDIE en el mandato europeo. Antes de percibir su toxicidad, Bruselas defendió con tal fervor el arbitraje, que impuso ese principio en la negociación del tratado de libre comercio con Canadá, cuando en un principio no estaba incluido, y también lo hizo en el proyecto de acuerdo sobre el comercio de servicios, negociación secreta en curso (4). El cambio de rumbo muestra hasta qué punto la exposición pública de los detalles del GMT, que posibilitó la movilización, causa incomodidad en las instituciones europeas.

 

Para superar la etapa del remozado formal, la propuesta presentada por la comisaria europea de comercio, Cecilia Malmström, debería recibir el aval de Estados Unidos -lo cual dista de ser un hecho-, pero además, el de todas las organizaciones privadas que participan en ese sistema. Eso implicaría convocar a una conferencia internacional que reuniese a todos los actores del arbitraje. Ese mecanismo privado no concierne únicamente al GMT, sino al conjunto de los acuerdos relativos al comercio y la inversión concluidos por la Unión Europea con terceros países, empezando por el que se firmó -pero aún no se ratificó- con Canadá.

 

No faltan argumentos a favor de una revisión integral del sistema. En primer lugar, las decisiones de esa “justicia” arbitral no se atienen al respeto de una legislación nacional normalmente aplicable frente a una jurisdicción estatal. Justamente, la voluntad de eludir las jurisdicciones nacionales está en el origen del recurso a esa justicia privada. Según el profesor de derecho Emmanuel Gaillard, el arbitraje confiere a las partes “la libertad de elegir, antes que las jurisdicciones estatales, una forma privada de resolución de los diferendos, de selección de su juez, de forjado del proceso que les parece más apropiado, de determinación de las reglas de derecho aplicables al diferendo (aunque se trate de normas distintas a las de un sistema jurídico dado), la libertad de los árbitros de pronunciarse sobre su propia competencia, de fijar el desarrollo del procedimiento y, en el silencio de las partes, de elegir las normas aplicables al tema de fondo del litigio (5)”.

 

Es comprensible que este proceso se haya convertido en el instrumento privilegiado de las empresas privadas deseosas de poner a resguardo sus inversiones. Este se enmarca en varias convenciones internacionales adoptadas por los Estados desde 1923 (6), y sobre todo, en una serie de reglamentaciones elaboradas en el seno de organismos privados como la Corte permanente de arbitraje de La Haya, la Corte de arbitraje internacional de Londres, la Cámara de comercio internacional o cámaras de comercio nacionales.

 

Bastante poco utilizada antes de la segunda mitad del siglo XX, esta justicia privada toma impulso después del gran movimiento de descolonización de los años 50 y 60, a medida que los países occidentales establecen acuerdos de libre comercio con sus antiguas colonias. Según el Instituto Jacques Delors, 300 de las 568 denuncias identificadas desde la instauración del primer tribunal arbitral, hasta 2013, proceden de países europeos (7).

 

Con la creación, en 1995, de la Organización Mundial del Comercio, aparece una nueva generación de acuerdos de libre comercio. En virtud de las reglas de la OMC, se trata, en adelante, no sólo de arrasar las tarifas aduaneras, sino también de derribar las “barreras no tarifarias”: todo aquello que, en la Constitución o legislación de un Estado, puede ser visto como un “obstáculo innecesario” a la competencia.

 

Las reglas de la OMC, que se repiten en todos los tratados de libre comercio desde 1994, imponen a todo Estado receptor de un nuevo inversor extranjero la obligación de tratarlo de igual modo que al inversor -extranjero o nacional- que recibe el tratamiento más favorable. Lo cual equivale a poner en pie de igualdad a los inversores privados y las empresas o los servicios públicos. Toda empresa privada deberá recibir idéntico tratamiento que un operador público que actúa, por ejemplo, en los campos de la salud, la educación, la cultura, la agricultura, el medio ambiente. Para resolver eventuales litigios, las jurisdicciones oficiales se ven despojadas de sus competencias, en favor de un RDIE. Un 93% de los 3200 tratados bilaterales de inversión vigentes incluyen un capítulo que da acceso a una justicia privada (8).

 

Según sus promotores, el arbitraje sería un proceso independiente, discreto, rápido, poco costoso, coercitivo y definitivo. La protección así acordada a los inversores estimularía poderosamente “el atractivo” de la economía. Pero esas ventajas no saltan a la vista. Primero, fuertes sospechas de conflictos de intereses enturbian las decisiones: los árbitros no están sujetos a ninguna deontología. En cuanto a la discreción del proceso, más vale hablar de opacidad, incluso y sobre todo cuando el caso involucra directamente el interés general (9). La rapidez de la decisión no se observa en los hechos: a octubre de 2015, la denuncia de Philip Morris contra Australia en 2011, la de Vattenfall contra Alemania en 2012, la de Lone Pine Resources contra Canadá en 2012 o la de Veolia contra Egipto en 2012 no condujeron en todos los casos a un fallo (10). ¡Y son muchos quienes creen que la decisión arbitral tardará varios años más en producirse! Por lo demás, invocar las ventajas financieras del arbitraje, con respecto a la justicia clásica, remite a la humorada, dado lo elevados que son los honorarios de los árbitros (en promedio, 1000 dólares por hora) y el costo de los procesos -lo cual implica que ese mecanismo se reserva a las grandes empresas multinacionales. Por último, el carácter definitivo de la decisión hace de ese RDIE una institución arbitraria, puesto que no es posible corregir errores de derecho ni errores de hecho.

 

Contrariamente a la idea heredada, según la cual estas instancias darían razón, mayoritariamente, a los Estados, el 60% de los casos donde, en el marco de un RDIE, se somete a arbitraje la cuestión de fondo (y no la competencia de la jurisdicción) tienen un resultado favorable a las empresas privadas. “Como reconocen muchos observadores, los Estados nunca ganan. Solamente pueden no perder. Sólo los inversionistas obtienen indemnizaciones por daños y perjuicios; los Estados consiguen, en el mejor de los casos, el reembolso de los gastos (11).” 

 

Por último, múltiples estudios, entre ellos del Banco Mundial y de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el comercio y el desarrollo (Cnuced), demuestran que no es posible establecer una relación estadística entre los tratados bilaterales dotados de un mecanismo de arbitraje privado y el aumento del volumen de las inversiones. Simétricamente, la ausencia de ese mecanismo no provoca una transferencia de las inversiones hacia Estados que hayan aceptado alguna (12). Así se viene abajo el argumento liberal según el cual el arbitraje reforzaría el atractivo de un país para los inversores extranjeros.

 

1. Véase el dossier “Grand marché transatlantique” en Le Monde diplomatique, 6-2014.

2. Véase Amélie Canonne y Johan Tyszler, “Ces Européens qui défient le libre-échange”, Le Monde diplomatique, 10-2015.

3. “Commission proposes new Investment Court System for TTIP and other EU trade and investment negotiations”, Comisión Europea, Bruselas, 16-9-2015.

4. Raoul Marc Jennar, “Cinquante Etats négocient en secret la libéralisation des services”, Le Monde diplomatique, 9-2014.

5. Emmanuel Gaillard, Aspects philosophiques du droit de l’arbitrage international, Academia de derecho internacional, La Haya, 2008.

6. Protocolo de Ginebra de 1923, Convención de Nueva York de 1958, Convención de Ginebra de 1961.

7. Elvire Fabry y Giorgio Garbasso, “L’ISDS dans le TTIP. Le diable se cache dans les détails”, Instituto Jacques, París-Berlín, 13-1-2015.

 8. Ibid.

9. Sobre todos esos puntos, “Investment policy framework for sustainable development”, conferencia de Naciones Unidas para el comercio y el desarrollo (UNCTAD), Ginebra, 2012.

10. Véase Benoit Bréville y Martine Bulard, “Des tribunaux pour détrousser les Etats”, Le Monde diplomatique, 6-2014.

11. Howard Mann, “ISDS: Who wins more, investors or states?”, UNCTAD, 24-6-2015.

12. Elvire Fabry y Giorgio Garbasso, “L’ISDS dans le TTIP. Le diable se cache dans les détails”, op. cit.

 

*Presidenta del Consejo de los canadienses (Canadians.org/fr), autora del informe “Fighting TTIP, CETA and ISDS: Lessons from Canada”, y ensayista, autor del libro Le Grand Marché transatlantique. La menace sur les peuples d’Europe, Cap Bear Editions, Perpiñán, 2014, respectivamente.

 

Traducción: Patricia Minarrieta

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