Cómo cambiar el curso de la historia humana (al menos, la parte que ya pasó)

Publicado el 2 de marzo de 2018

Original en inglés

Publicado originalmente en Eurozine

Descargado de eurozine.com (https://www.eurozine.com/change-course-human-history/)

© David Graeber, David Wengrow / Eurozine

La historia que nos hemos estado contando sobre nuestros orígenes es errada y perpetúa la idea de una inevitable desigualdad social. David Graeber y David Wengrow se preguntan por qué el mito de la “revolución agrícola” sigue siendo tan persistente y argumentan que aún tenemos mucho que aprender de nuestros antepasados.

1.          En el principio era la palabra

Durante siglos, nos hemos estado contando una historia sencilla sobre los orígenes de la desigualdad social. Durante la mayor parte de la historia, los humanos vivieron en pequeñas bandas igualitarias de cazadores-recolectores. Luego vino la agricultura, que trajo consigo la propiedad privada, y luego el surgimiento de las ciudades, lo que significó la aparición de la civilización propiamente dicha. Esta trajo muchas cosas malas (guerras, impuestos, burocracia, patriarcado, esclavitud…) pero también hizo posible la literatura escrita, la ciencia, la filosofía y muchos otros grandes logros humanos.

Casi todo el mundo conoce esta historia en líneas generales. Ha enmarcado lo que creemos que es la forma y la dirección general de la historia humana, al menos desde los días de Jean-Jacques Rousseau. Esto es importante porque la narrativa también define nuestro sentido de posibilidad política. La mayoría ve la civilización, y por lo tanto la desigualdad, como una trágica necesidad. Algunos sueñan con volver a una antigua utopía, con encontrar un equivalente industrial al “comunismo primitivo”, o incluso, en casos extremos, con destruirlo todo y volver a ser recolectores. Pero nadie cuestiona la estructura básica de la historia.

Hay un problema fundamental con esta narrativa.

No es verdadera.

Una abrumadora evidencia desde la arqueología, la antropología y otras disciplinas afines está comenzando a darnos una idea bastante clara de cómo fueron realmente los últimos 40 000 años de la historia humana, y no se parece en casi nada a la narrativa tradicional. De hecho, nuestra especie no pasó la mayor parte de su historia en pequeñas bandas; la agricultura no marcó un umbral irreversible en la evolución social; las primeras ciudades contaban a menudo con sólidos sistemas igualitarios. Aun así, incluso cuando los investigadores han llegado a un consenso sobre estos temas de forma gradual, es extraño que sigan siendo reacios a anunciar sus hallazgos al público, o incluso a los académicos de otras disciplinas, y a reflexionar sobre las implicaciones políticas más amplias. Como resultado, aquellos escritores que reflexionan sobre las “grandes preguntas” de la historia humana (Jared Diamond, Francis Fukuyama, Ian Morris y otros) aún toman como punto de partida la pregunta de Rousseau sobre cuál es el origen de la desigualdad social, y asumen que la historia más amplia comenzará con algún tipo de caída de la inocencia original.

El simple hecho de formular la pregunta de esta manera significa hacer una serie de suposiciones: 1. que hay algo llamado “desigualdad”, 2. que es un problema y 3. que hubo un tiempo en que no existía. Por supuesto, desde la crisis financiera de 2008 y las revueltas posteriores, el “problema de la desigualdad social” ha estado en el centro del debate político. Parece haber un consenso, entre las clases intelectuales y políticas, de que los niveles de desigualdad social se han disparado fuera de control, y que, de una forma u otra, la mayoría de los problemas del mundo son resultado de esto. Señalar esto se ve como un desafío para las estructuras de poder global, pero compárelo con la forma en que se podrían haber discutido problemas similares una generación antes. A diferencia de términos como “capital” o “poder de clase”, la palabra “igualdad” está prácticamente diseñada para llevar a medidas parciales y concesiones. Uno puede imaginarse derrocando el capitalismo o rompiendo el poder del Estado, pero es muy difícil imaginarse eliminando la “desigualdad”. De hecho, no es claro que[CADS1]  es lo que habría que hacer para lograrlo, ya que las personas no son todas iguales y nadie querría que lo fueran.

Para los reformistas tecnócratas, que son el tipo de personas que asumen desde el principio que cualquier visión real de transformación social hace mucho tiempo ha sido eliminada de la mesa política, la “desigualdad” es una forma apropiada de enmarcar los problemas sociales. Permite jugar con los números, discutir sobre los coeficientes de Gini y los umbrales de disfunción, reajustar los regímenes fiscales o los mecanismos de bienestar social, incluso sorprender al público con cifras que muestran lo mal que se han puesto las cosas (“¿Has visto? ¡El 0,1% de la población mundial controla más del 50% de la riqueza!”), todo ello sin abordar ninguno de los factores a los que la gente realmente se opone en relación con estos arreglos sociales “desiguales”: por ejemplo, que algunos logran convertir su riqueza en poder sobre otros o que a otras personas se les diga que sus necesidades no son importantes y que sus vidas no tienen un valor intrínseco. Se supone que debemos creer que esto último es solo el efecto inevitable de la desigualdad, y que esta es el resultado inevitable de vivir en cualquier sociedad grande, compleja, urbana y tecnológicamente sofisticada. Ese es el verdadero mensaje político que transmiten las interminables invocaciones de una edad de la inocencia imaginaria, antes de la invención de la desigualdad: si queremos deshacernos de tales problemas por completo, tendríamos que deshacernos de alguna manera del 99,9% de la población de la Tierra y volver a ser otra vez pequeños grupos de recolectores. De lo contrario, lo mejor que podemos esperar es ajustar el tamaño de la bota que nos pisará la cara, para siempre, o tal vez disputar un poco más de margen de maniobra para que, al menos temporalmente, algunos de nosotros no seamos pisoteados.

La corriente principal de las ciencias sociales ahora parece comprometida con reforzar este sentido de desesperanza. Cada mes nos enfrentamos a publicaciones que tratan de proyectar la obsesión actual con la distribución de la propiedad en la Edad de Piedra, lo que nos lleva a una falsa búsqueda de “sociedades igualitarias” definidas de tal manera que no podrían existir fuera de una pequeña banda de recolectores (y posiblemente, ni siquiera así). Entonces, en este ensayo haremos dos cosas. Primero, dedicaremos un poco de tiempo a seleccionar lo que pasa por una opinión informada sobre tales asuntos, para revelar cuáles son las reglas del juego, cómo incluso los eruditos contemporáneos aparentemente más sofisticados terminan reproduciendo la sabiduría convencional tal como estaba en Francia o Escocia en, digamos, 1760. Luego, intentaremos sentar las bases iniciales de una narrativa completamente diferente. Esto es en principio un trabajo de remoción de tierra. Las preguntas a las que nos enfrentamos son tan enormes y los problemas tan importantes que llevará años de investigación y debate comenzar a comprender todas las implicaciones. Pero en una cosa insistimos. Abandonar la historia de una caída de la inocencia primordial no significa abandonar los sueños de emancipación humana, es decir, de una sociedad en la que nadie pueda convertir sus derechos de propiedad en un medio para esclavizar a los demás y en la que a nadie se le pueda decir que su vida y sus necesidades no importan. Todo lo contrario. Una vez que aprendemos a deshacernos de nuestros grilletes conceptuales y percibir lo que realmente hay allí, la historia humana se convierte en un lugar mucho más interesante, que contiene muchos más momentos esperanzadores de los que nos han hecho imaginar.

2.           Autores contemporáneos sobre los orígenes de la desigualdad social; o, el eterno retorno de Jean-Jacques Rousseau

Comenzaremos por esbozar la sabiduría que hemos recibido sobre el curso general de la historia humana. Es algo así:

A medida que se levanta el telón de la historia humana (digamos, hace aproximadamente doscientos mil años, con la aparición del Homo sapiens moderno desde el punto de vista anatómico), encontramos a nuestra especie viviendo en bandas pequeñas y móviles que van de veinte a cuarenta individuos. Buscan territorios óptimos de caza y alimentación, siguiendo manadas, recolectando nueces y bayas. Si los recursos escasean o surgen tensiones sociales, responden a esto moviéndose y yendo a otro lugar. La vida de estos primeros humanos —podemos pensar en ella como la infancia de la humanidad— está llena de peligros, pero también de posibilidades. Las posesiones materiales son pocas, pero el mundo es un lugar inalterado y acogedor. La mayoría trabaja solo unas pocas horas al día, y el pequeño tamaño de los grupos sociales les permite mantener una especie de camaradería relajada, sin estructuras formales de dominación. En el siglo XVIII, Rousseau se refirió a esto como “el estado de naturaleza”, pero hoy en día se presume que ha abarcado de hecho la mayor parte de la historia de nuestra especie. También se supone que fue la única era en la que los humanos lograron vivir en sociedades genuinas de iguales, sin clases, castas, líderes hereditarios o gobierno centralizado.

Por desgracia, este feliz estado de cosas tuvo que terminar. Nuestra versión convencional de la historia mundial sitúa este momento hace unos 10 000 años, al final de la última Edad de Hielo.

En este punto, encontramos a nuestros actores humanos imaginarios dispersos por los continentes del mundo, comenzando a cultivar sus propios alimentos y a criar sus propios rebaños. Cualesquiera que sean las razones locales (se debaten), los efectos son trascendental y básicamente los mismos en todas partes. Los vínculos territoriales y la propiedad privada se vuelven importantes en formas antes desconocidas y acarrean disputas esporádicas y guerra. La agricultura genera un excedente de alimentos, lo que permite a algunos acumular riqueza e influencia más allá de su grupo de parentesco inmediato. Otros usan su libertad de la búsqueda de alimentos para desarrollar nuevas habilidades, como la invención de armas, herramientas, vehículos y fortificaciones más sofisticados, o la búsqueda de la política y la religión organizada. En consecuencia, estos “agricultores neolíticos” evalúan a sus vecinos cazadores-recolectores y se dedican a eliminarlos o absorberlos en una forma de vida nueva y superior, aunque menos igualitaria.

Para hacer las cosas aún más difíciles, o eso dice la historia, la agricultura asegura un aumento global en los niveles de población. A medida que las personas se trasladan a asentamientos con concentraciones cada vez mayores, nuestros ancestros inconscientes dan otro paso irreversible hacia la desigualdad, y hace unos 6000 años, aparecen las ciudades, con lo que se sella nuestro destino. Con las ciudades surge la necesidad de un gobierno centralizado. Nuevas clases de burócratas, sacerdotes y políticos-guerreros se instalan en cargos permanentes para mantener el orden y asegurar la fluidez de suministros y servicios públicos. Las mujeres, que alguna vez disfrutaron de roles prominentes en los asuntos humanos, son secuestradas o encarceladas en harenes. Los capturados en las guerras son reducidos a esclavos. La desigualdad a gran escala ha llegado y no hay forma de deshacerse de ella. Aun así, los narradores siempre nos aseguran que no todo es malo en el surgimiento de la civilización urbana. Se inventa la escritura, al principio para llevar las cuentas del Estado, pero esto permite que se produzcan grandes avances en la ciencia, la tecnología y las artes. Pagando como precio la inocencia, nos convertimos en seres modernos, y ahora podemos simplemente mirar con lástima y celos a esas pocas sociedades “tradicionales” o “primitivas” que de alguna manera perdieron el tren.

Esta es la historia que, como decimos, forma la base de todo debate contemporáneo sobre la desigualdad. Si, por ejemplo, un experto en relaciones internacionales o un psicólogo clínico desean reflexionar sobre estos asuntos, es probable que simplemente den por sentado que, durante la mayor parte de la historia humana, vivimos en pequeños grupos igualitarios, o que el surgimiento de las ciudades también significó el surgimiento del Estado. Lo mismo ocurre con los libros más recientes que intentan analizar el amplio espectro de la prehistoria para sacar conclusiones políticas relevantes para la vida contemporánea. Considere Los orígenes del orden político: desde la Prehistoria hasta la Revolución francesa de Francis Fukuyama:

En sus primeras fases, la organización política humana es similar a las sociedades grupales observadas en primates superiores como chimpancés. Esto puede verse como una forma predeterminada de organización social. … Rousseau señaló que el origen de la desigualdad política radicaba en el desarrollo de la agricultura y, en gran medida, estaba en lo cierto. Dado que las sociedades de bandas son anteriores a la agricultura, no existe la propiedad privada en ninguna de sus acepciones modernas. Como sucede con las bandas de chimpancés, los cazadores-recolectores habitan un territorio el cual defienden y por el cual luchan de vez en cuando. Sin embargo, tienen menos incentivos que los agricultores para señalar un trozo de terreno y decir “esto es mío”. Si su territorio es invadido por otro grupo o se infiltran en él depredadores peligrosos, las sociedades de bandas pueden optar por trasladarse a otro sitio, dada la escasa densidad de población. Las sociedades de bandas son muy igualitarias… El liderazgo les es concedido a los individuos basándose en cualidades como la fuerza, la inteligencia y la honradez, pero tiende a pasar de unos a otros.

Jared Diamond, en El mundo hasta ayer: ¿Qué podemos aprender de las sociedades tradicionales?, sugiere que tales bandas (en las que cree que los humanos aún vivían “hace tan solo 11 000 años”) estaban compuestas por “solo unas pocas docenas de individuos”, en su mayoría relacionados de forma biológica. Llevaban una existencia bastante precaria, “cazando y recolectando cualquier animal salvaje y especies de plantas que existan en un acre de bosque”. (Por qué solo un acre, nunca lo explica). Y según Diamond, sus vidas sociales eran sencillas y envidiables. Las decisiones se tomaron a través de “discusiones cara a cara”, había “pocas posesiones personales” y “ningún liderazgo político formal o fuerte especialización económica”. Diamond concluye que, lamentablemente, es solo dentro de tales agrupaciones iniciales que los humanos han alcanzado alguna vez un grado significativo de igualdad social.

Para Diamond y Fukuyama, como para Rousseau algunos siglos antes, lo que puso fin a esa igualdad —en todas partes y para siempre— fue la invención de la agricultura y los mayores niveles de población que sustentó. La agricultura provocó una transición de “bandas” a “tribus”. La acumulación de excedentes de alimentos permitió el crecimiento de la población, lo que llevó a algunas “tribus” a convertirse en sociedades estratificadas conocidas como “cacicazgos”. Fukuyama pinta un cuadro casi bíblico, una salida del Edén: “A medida que pequeños grupos de seres humanos emigraron y se adaptaron a diferentes entornos, empezaron a salir del estado de naturaleza al desarrollar nuevas instituciones sociales”. Hubo guerras por los recursos. Desgarbadas e inmaduras, estas sociedades estaban en problemas.

Era hora de crecer, hora de nombrar un liderazgo adecuado. En poco tiempo, los jefes se habían declarado reyes, incluso emperadores. No tenía sentido resistirse. Todo esto fue inevitable una vez que los humanos adoptaron formas de organización grandes y complejas. Incluso cuando los líderes comenzaron a actuar mal, al aprovechar los excedentes agrícolas para promover a sus lacayos y parientes, al hacer que el estatus fuera permanente y hereditario, al recolectar cráneos de trofeo y harenes de esclavas, o al arrancar los corazones de los rivales con cuchillos de obsidiana, no había vuelta atrás. “Las grandes poblaciones”, opina Diamond, “no pueden funcionar sin líderes que tomen las decisiones, sin ejecutivos que las pongan en práctica y sin burócratas que administren las decisiones y las leyes. Por desgracia para los lectores que sean anarquistas y sueñen con vivir en un Estado sin gobierno, estos son los motivos por los que sus sueños son poco realistas: tendrán que encontrar una pequeña banda o tribu que los acepte, donde nadie sea un desconocido, y donde reyes, presidentes y burócratas sean innecesarios”.

Una conclusión sombría, no solo para los anarquistas, sino para cualquiera que alguna vez se haya preguntado si podría haber una alternativa viable al statu quo. Pero lo notable es que, a pesar del tono presumido, tales pronunciamientos en realidad no se basan en ningún tipo de evidencia científica. No hay razón para creer que los grupos pequeños sean especialmente propensos a ser igualitarios o que los grandes deban tener necesariamente reyes, presidentes o burocracias. Estos son solo prejuicios expresados como hechos.

En el caso de Fukuyama y Diamond se puede, al menos, señalar que nunca fueron formados en las disciplinas pertinentes (el primero es politólogo, el otro tiene un doctorado en fisiología de la vesícula biliar). Aun así, incluso cuando los antropólogos y los arqueólogos buscan narrar el “panorama general”, tienen una extraña tendencia a terminar con alguna variación menor similar a la de Rousseau. En The Creation of Inequality: How our Prehistoric Ancestors Set the Stage for Monarchy, Slavery, and Empire, Kent Flannery y Joyce Marcus, dos eruditos con calificaciones eminentes, presentan unas quinientas páginas de estudios de casos etnográficos y arqueológicos para tratar de resolver el rompecabezas. Admiten que las instituciones de jerarquía y servidumbre no eran por completo extrañas para nuestros antepasados de la Edad del Hielo, pero insisten en que las experimentaron principalmente en sus tratos con lo sobrenatural (como los espíritus ancestrales). Proponen que la invención de la agricultura condujo al surgimiento de “clanes” o “grupos de descendencia” extendidos de forma demográfica, y al hacerlo, el acceso a los espíritus y los muertos se convirtió en una ruta hacia el poder terrenal (cómo, exactamente, no está claro). Según Flannery y Marcus, el siguiente gran paso en el camino hacia la desigualdad se produjo cuando a ciertos miembros de clanes de inusual talento o renombre (curanderos expertos, guerreros y otros individuos sobresalientes) se les concedió el derecho de transmitir estatus a sus descendientes, sin importar los talentos o habilidades de estos últimos. Esto, en la práctica, sentó las bases y significó que, a partir de entonces, era solo cuestión de tiempo antes de la llegada de las ciudades, la monarquía, la esclavitud y el imperio.


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