Tiende a generalizarse una forma de pensamiento en el cual ocupan las emociones un lugar que altera el análisis frío, como se requiere, para lograr resultados más objetivos
He aquí el resultado de lo llamado por nosotros Emocracia global: una pasión ideológica, enajenada y obesa de certidumbres absolutas, lo cual desafía cualquier sensatez, cualquier alteridad, cualquier respeto a la diferencia. Sus consecuencias son predecibles: redes de informantes, caza de brujas, odio combinado con fe y creencia. Las sensibilidades contemporáneas globales son su mejor ejemplo. La emocracia ha permeado toda la cultura, formando ciudadanos obedientes que dan un sí a la destrucción de sus adversarios, un sí a su aniquilamiento y, lo peor, votan por la guerra. Éstos, tal como nos lo ilustra Walser, “no son una sangre tranquila sino que hierve; por eso son exagerados y apasionados, ansiosos como están por derramar la sangre de sus enemigos […] Y los peores de ellos son los demagogos que se ponen a su cabeza, a los que no se concibe como cínicos manipuladores o príncipes maquiavélicos sino como hombres y mujeres que comparten plenamente las pasiones de las personas a las que guían. Eso es lo que se quiere decir con ‘energía apasionada’: los sentimientos son genuinos y por eso producen tanto miedo”.
Convencidos de haber actuado correctamente, estos ciudadanos se muestran felices y triunfantes. Han estado demasiado tiempo bajo una burbuja mercantil y mediática, creada y organizada por los dueños del globo. Ya lo había diagnosticado Gilles Deleuze: hoy vivimos en sociedades controladas a través del mercado y las máquinas informáticas, las cuales crean nuevas formas de vigilancia. Escuchémosle: “El departamento de ventas se ha convertido en el centro, en el ‘alma’, lo que supone una de las noticias más terribles del mundo. Ahora, el instrumento de control social es el marketing, y en él se forma la raza descarada de nuestros dueños […] El hombre ya no está encerrado sino endeudado”. Es, pues, la instalación efectiva de un despotismo delicioso, alimento de la emocracia.
Control continuo y permanente sin que el implicado se queje. Tal es nuestra actual cartografía mental y sensible; tal nuestro nuevo encierro histórico. ¿Qué responsabilidad ética tiene el colectivo que apoya todas estas manifestaciones de una emocracia masificada? Es obvio que tales regímenes no pueden sobrevivir sin la complicidad de una colectividad que apoye sus propuestas, a pesar de que conozcan los horrores y los errores de sus gobernantes. He aquí una de las demandas del autoritarismo en general: absorber a los individuos haciéndoles perder su autonomía crítica. Sin escisiones ni rupturas, los ciudadanos asumen “la Gran verdad” del régimen en rigor; es la mimesis entre lo privado y lo público, una totalidad sin fisuras. Su misión es mesiánica, un disparo al futuro de salvación. Para lograr tal teleología, en su terrible agenda se lee la eliminación de cualquier opositor. Totalitarismo en serio y en serie. Imposición de una colectividad adoctrinada y efusiva, con el proyecto de establecer el pensamiento único de un líder supremo situado por encima del Estado de Derecho y el orden jurídico, con una fuerte estructura burocrática y corrupta.
Gracias al monopolio de los medios y de la economía de mercado, se garantiza el triunfo y la permanencia de la emocracia globalitaria, como también el rechazo a toda memoria histórica, la exaltación del culto a la personalidad, la repugnancia hacia cualquier actitud dubitativa, el aplauso a los rituales de un nacionalismo neoconservador retardatario. Al decir de Hebert Gatto, “el totalitarismo contiene elementos que lo aparentan con las viejas teocracias históricas. Pero no es una de ellas sino una respuesta política secular, moderna, en un tiempo en que Dios ha dejado de operar. Si el Ser Supremo, como autor o legitimador de la moral, dejó de ser el centro de la escena, es necesario que surja un sucedáneo que permita volver a aplicar sus pautas desde arriba, sin necesidad de recurrir a la religión”.
De esta manera se impone una moral unitaria, centralizada, homogénea, donde toda contradicción, todo disentimiento, se vuelven delito. Bajo este ambiente se incuban y florecen las pasiones ideológicas, alimentadas por la propaganda y la publicidad, las cuales hechizan y fascinan, seducen y ordenan obedecer al mandatario supremo. La propaganda, entonces, cumple el papel de constructor de mundos ficticios, asumidos por el ciudadano como reales. “Ganarse el corazón del pueblo”, proclamaba Josef Goebbels, el ministro de Instrucción Popular y Propaganda del Nazismo. Ganarse la pasión, la emoción guerrerista, masificada en red, a través de valores tradicionales, religiosos y patrioteros. Ganarse el corazón del pueblo a través del miedo a un inventado enemigo. Como tal, es una influencia desproporcionada sobre las mentalidades. En ello se puede observar la exaltación al dominante como modelo por seguir –e imitar–, la idolatría a las fuerzas armadas y a su sentido heroico, la subordinación del individuo a los principios del jefe, padre modelo protector a la vez que autoritario. Es la imagen social de una cultura cerrada y provincial. La premodernidad activa, gozando de buena salud.
Seducción, fascinación ante el espectáculo masivo del poder. Creación de sensaciones que buscan generar en el individuo masificado la idea del triunfo y de la importancia plena de su líder. ¿Cuáles son las consecuencias políticas? La parálisis ideológica, la no acción frente al horror de los sucesos. Es como entrar a la “peste del olvido” macondiana, a una burbuja doctrinal. Parálisis mental, pues ya existe alguien que piensa por todos; parálisis política, pues el gran líder mesiánico ya actúa en ese campo a favor de sus subordinados, y parálisis de opinión, autocensura desmedida, pues el gran sacerdote opina con verdad y sapiencia sobre todos los asuntos con “una inteligencia superior”. Obediencia y silencio, ignorancia y colaboración. ¡Vayan esperanzas!