Home Ediciones Anteriores Artículos publicados Nº150 “Reducir, reutilizar, reciclar”

“Reducir, reutilizar, reciclar”

“Reducir, reutilizar, reciclar”

 

Una Cumbre al borde del abismo. En París, cumpliendo el mandato de Varsovia 2013, en el último mes de 2015 se darán cita 196 Estados, Conferencia de las Partes (COP 21) de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC). Su objetivo: acordar compromisos vinculantes que eviten que la temperatura global aumente más allá de 2 ºC, para así impedir que en el curso de un siglo el planeta, y con él la vida humana, entre en riesgo de sobrevivencia.

 

La Cumbre tiene el reto de dejar atrás las vaguedades de otras convocatorias globales (1): el predominio de los intereses de las multinacionales y de sus Estados protectores, y la falta de compromisos vinculantes. Es decir, si a la hora del debate no eludieran su núcleo, las delegaciones oficiales tendrían que discutir sin rodeos el tema del modelo de producción vigente, lo mismo que sus características, efectos y viabilidad. Pero esto es mucho pedir. De hecho, el dilema entre crecimiento o clima (ver pág. 23) acompaña las decisiones oficiales hasta ahora tomadas y hechas públicas (2), y, con seguridad, será el interrogante no resuelto que impedirá que la humanidad actúe con sensatez, tomando desde ya las medidas más radicales y necesarias para proteger el clima y con él la vida futura de nuestra casa común: la Tierra.

 

Como definición que llama la atención, a esta cita llega cada uno de los Estados concurrentes habiendo difundido previamente los compromisos que están dispuestos a asumir en pro del objetivo global. De parte de Colombia, país que suscribió mediante la Ley 164 de 1994 su participación en la CMNUCC, su compromiso implica reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en un 20 por ciento. Se estima que nuestro país contribuye con el 0,46 por ciento del total mundial de las emisiones de estos gases, a las cuales, en porcentaje y con referencia a 2012, Estados Unidos aporta 16, China 29, Rusia 5 y la Unión Europea 11. Pero, en un comparativo de las mismas emisiones generadas por estos países desde 1850 hasta el año 2000, Estados Unidos contribuye a la catástrofe ambiental con 27 por ciento, China con 11, Rusia con 7,5 y la Unión Europea con 24 (ver mapa pág. 20). El poder tiene su costo, dirían los cínicos.

 

Las emisiones que produce el país, según datos del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible (3), provienen en mayor medida, siempre en porcentaje, del sector forestal y otros usos del suelo –39–, agropecuario 19, transporte 10, industria 9 y residuos 6. Es decir, si en el país llegáramos a encarar con sensatez el dilema que concita la COP 21, quienes definen la política oficial tendrían que reconocer que el tema rural, con sus variados matices, está en esta ocasión, como también realza en las discusiones de paz en curso en La Habana, en el centro de las decisiones por tomar.

 

La pregunta obligante es, por tanto: ¿Para dejar atrás ese 39 por ciento, más el 19 del agropecuario, es decir, el 58 por ciento de las emisiones de GEI con origen en Colombia, es posible lograrlo sin llevar a cabo una reforma agraria que permita una transformación del campo y, por su conducto, ponerles fin a la deforestación, y la tumba de monte como método de comerciantes para llenar sus bolsillos pero también como último recurso de miles de campesinos para acceder a algún pedazo de tierra, y con ella a un medio para sobrevivir?

 

Tal problemática y tal reto se deben encarar de una vez por todas, pues resulta inconcebible que un país con 44,5 millones de hectáreas disponibles para el sector agropecuario, de los cuales sólo usa tres millones en agricultura, mientras dedica 30 para ganadería extensiva (que cumple más el papel de ocupación de la tierra para garantizar la propiedad que uno con fines realmente productivos), tenga problemas con la distribución del suelo para fines de uso económico y además siga ampliando la frontera agropecuaria con una deforestación irracional.

 

Veamos. En los últimos 20 años, el país taló 5,4 millones de hectáreas de bosque, lo que arroja un promedio de 270 mil hectáreas por año, que amplifican el impacto ecológico por la pérdida de la biota y de un área significativa de captura de gases de efecto invernadero, e igualmente lanzan al mercado de tierras áreas marginales que tienen como efecto aumentar aún más el precio relativo y absoluto de las tierras de las regiones centrales.

 

Estamos, pues, ante la llamada ‘potrerización’ del país −tumba de bosque para convertirlo en pastizales−, en la cual ha residido buena parte de nuestra tragedia, ya que los procesos de colonización han sido violentos, contribuyendo asimismo a que una buena parte de la población viva marginada por las grandes distancias, facilitando de esta manera su transformación en objeto de relaciones de dependencia personal, en territorios donde es la ley del más fuerte, y no la norma social consensuada, lo que determina la vida cotidiana de las personas y las comunidades.

 

La lenta pero segura valorización de las tierras en esas zonas ha sido uno de los mecanismos de enriquecimiento por los que han optado en el largo plazo los grupos dominantes, reforzando una lógica rentística y unas relaciones sociales premodernas que impiden que el campo y la ciudad puedan ser regiones complementarias que coadyuven para su bienestar. Cerrar la frontera agrícola, deteniendo la deforestación, debe ser una tarea prioritaria de la sociedad colombiana para cumplir no sólo con la obligación humana de colaborar en la reducción del calentamiento global sino también con el objetivo de eliminar prácticas sociales como la colonización, que están en la raíz de su conflicto armado y la crónica disfuncionalidad económica que nos caracteriza.

 

Es ésta una realidad trágica que debe llegar a su fin. Téngase en cuenta que las aspiraciones oficiales, así como las particulares, son las de industrializar parte de la producción agrícola y agropecuaria, introduciendo en ello grandes cantidades de hectáreas de la altillanura, así como proseguir con tales siembras, ampliándolas, de ser posible, en regiones como el Cesar, Tolima y el Valle del Cauca. La siembra industrializada está asociada al uso de químicos, aportantes en gran medida de los gases que es necesario reducir. Es decir, para ser consecuentes con este propósito, se debieran buscar tecnologías cada vez más limpias, ligadas a la incorporación del control natural, como el que facilitan las técnicas conocidas como sol y malezas, inscritas al control biológico y otras técnicas en estudio en nuestros centros de investigación, es decir, permitir que las plagas mismas se controlen entre ellas, sin necesidad de envenenar el suelo, la atmósfera y los propios alimentos que luego llegarán a la mesa en el campo y la ciudad.

 

Estamos ante una contradicción flagrante que también realza en otras problemáticas presentes en las regiones rurales, como la minería. Se sabe suficientemente que Colombia es uno de los países del mundo mejor dotados por la naturaleza, de gran diversidad ambiental, integrado por tres cordilleras y seis regiones naturales; con ubicación privilegiada que le permite tener costas sobre dos mares; recorrido por cantidad de ríos, grandes y pequeños, que le garantizan un mayúsculo potencial acuífero, con variedad de páramos, humedales y otras fuentes originarias de tales aguas. Como todos lo ‘descubrimos’ con asombro cuando lo recorremos, en varias regiones de nuestro país, tras algunos kilómetros de recorrido, podemos pasar de un clima fresco a otro frío o cálido. Esta buena dotación le permitiría a Colombia tener una abundante oferta alimentaria, a lo cual han renunciado quienes controlan el poder económico y político nacional, por sometimiento en su agenda geopolítica a una potencia global.

 

Pues, bien, en esas tres cordilleras y seis regiones naturales descansa en el subsuelo todo tipo de minerales, origen de explotaciones legales e ilegales, y de uso irracional de diversidad de químicos y maquinaria que contribuyen –en los usos del suelo y de la industria– a la emisión de GEI. Otros efectos no menores, como el desvío de ríos, desplazamiento de poblaciones, etcétera, también están presentes.

 

Los conflictos entre los habitantes de esos territorios y el capital no son de poco relieve. Se cuentan por decenas. En su origen y prolongación está la prioridad que el Estado les brinda a multinacionales tales como Cosigo Resoures Ltd. (explotación de oro en el Vaupés), Traxys Europe S.A, Disecom S.A., Coltán SAS (todas ellas con presencia en el departamento de Guainía, explotando oro y coltán), Continental Gold, Anglo Gold Ashanti (concentradas en el departamento del Chocó, explotando oro, uranio y cobre), Anglo Gold Ashanti (en el Río Guabas, Valle del Cauca, explotando oro), y otras docenas de explotaciones, incluso atentando contra páramos y otros sitios que debieran ser sagrados para toda la sociedad colombiana, asumidos y protegidos como aporte, con su conservación, al conjunto nacional y la sociedad global (4). ¿Cómo garantizar la explotación racional de un recurso natural, los ingresos que de ello quedan para el conjunto nacional, el bienestar de quienes habitan en su entorno y más allá, y la estabilidad ambiental de nuestro país y del mundo? La respuesta no es fácil, y en su resolución está gran parte de la pista para saber si efectivamente el Estado colombiano cumplirá con la meta de ese 20 por ciento que presentará en la COP 21. Por el momento se sabe –en tanto las afectaciones al entorno inmediato por parte de estas explotaciones, el desplazamiento de comunidades que propicia, la exacerbación de violencia que alimenta– que el efecto de este tipo de minería no es saludable ni para quienes allí habitan ni para la estabilidad ambiental del país y de nuestro planeta todo.

 

El afán por el oro, mineral que no debiera suscitar apetito alguno –al cual debiera todo ser humano renunciar por ética, así como se procedió con la negativa al uso de pieles de animales– y, por tanto, la negativa de licencias para explotar yacimientos que fueran más grandes que la demanda de la industria para la producción de ciertos instrumentos, debiera ser norma. Estamos ante un mineral que estimula infinidad de otras explotaciones, grandes y pequeñas, legales e ilegales, que contaminan tierra y agua, y envenenan mentes y comunidades.

 

La conflictividad suscitada por esta realidad no es exigua. La Universidad del Valle, en Alianza con el Atlas Global de Justicia Ambiental, identificó 72 casos de disputas ambientales que sitúan al país en el segundo lugar del mundo en este tipo de pugnas y el primero en nuestro continente. Las personas afectadas o en proceso de serlo fueron estimadas en 7,9 millones, remarcando de paso que la problemática ambiental no es, como muchos sostienen, un asunto de románticos ajenos al quehacer humano.

 

En una labor también sistemática, la organización británica Global Witness está asumiendo la tarea de denunciar los asesinatos de ambientalistas, motivados por su labor en defensa de la naturaleza, y ha estimado que en Colombia han perdido la vida por esa causa 25 personas, siendo uno de los países en nuestra región –junto con Honduras y Brasil– donde más defensores de la naturaleza pierden la vida. No se debe dudar, entonces, de que el capital está dispuesto a cualquier cosa por mantener la dinámica del sistema, así en ello se nos vaya literalmente la vida. La conclusión es clara: salvar el planeta pasa por derrotar el consumismo y el principio de la ganancia como eje estructural de la vida social, según la percepción de quienes detentan el poder.

 

La duda con respecto a la posibilidad real de Colombia para cumplir con la meta propuesta para la COP 21 se puede ampliar a otra parte de los factores que garantizarán o impedirán que la misma llegue a ser satisfactoria. Y en ello la alegría expresada, sin recato alguno, por las cabezas visibles del gobierno nacional a propósito del triunfo de Enrique Peñalosa en Bogotá, dándole vía libre a su proyecto de pavimentar la Sabana, no deja dudas de que la prioridad para quienes viven del negocio del cemento y otros similares es la ganancia y, muy por allá, no se sabe dónde, el ambiente.

 

Como es conocido, pues así lo alecciona la experiencia mundial, las megaciudades son insostenibles y un crimen ambiental (5). Sus cientos y miles de kilómetros de cemento no garantizan que las vías construidas para los carros –para la veloz circulación de mercancías– no continúen congestionadas.

 

La solución, como también lo enseñan decenas de comunidades, es colectiva y no individual. En ello descansa el secreto para cumplir las metas por firmar en la COP 21, en deconstruir y no proseguir por la vía señalada por el Dorado del desarrollo; en desacelerar para contemplar y gozar, en reducir necesidades para no desear lo que no requerimos; en reutilizar, impidiendo la producción de objetos con cálculo de vía útil; en reciclar, como mecanismo para ponerle límite al consumo, sabiendo valorar al mismo tiempo lo que tenemos y aún sirve para lo que fue hecho; en colectivizar y no concentrar, en compartir y no acumular. Es decir, debemos encarar el reto de construir otro orden de producción y otra civilización como opción plausible para encontrar la solución definitiva para la crisis que encararán las delegaciones oficiales en París.

 

Estamos, por tanto, ante un gran reto, del cual se desprenden otros muchos, para que la vida siga latiendo sobre este planeta que nos sirve de habitación.

 

1 Las cumbres de Río de Janeiro, Copenhague, Varsovia, Kyoto, no se tradujeron en compromisos concretos para las partes, lo que ha permitido que las emisiones de GEI prosigan en aumento. Las potencias mundiales, causantes del desastre, se niegan una y otra vez a reducir su ritmo de producción; incluso, el presidente George H. Bush, al llegar a la Cumbre de la Tierra de Río, expresó fríamente que “el modo de vida norteamericano no es negociable” (ver página 16).

2 Mazzei, Umberto, “Alerta sobre la negociación de cambio climático”, Alai, octubre 14 de 2015.

3 Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, “El abc de los compromisos de Colombia para la COP 21”, Septiembre de 2015, p. 12.

4 Sarmiento Anzola Libardo, “El tren minero energético y los conflictos locales”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, marzo 2015.

5 El futuro de estas inmensas concentraciones de seres humanos deviene de impedir su continuo crecimiento, al tiempo que de su descentralización, motivando y posibilitando la reubicación de miles y millones de sus habitantes en otras urbes, de las cuales cada una de ellas no supere el millón o un poco más de pobladores, garantizando un diseño interno que hagan innecesarios los vehículos para trasladarse al sitio de trabajo, y donde urbe y campo estén integradas para así garantizar su autosostenibilidad. En Colombia, por su extensión territorial y la variedad ambiental, podrían ponerse en marcha decenas de proyectos de nuevas urbes estimuladas por este reto.

 

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