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Amazonia perdida. La odisea fotográfica en Colombia, de Richard Evans Shultes

 

La primera noticia que tuve sobre Shultes fue a través de una carta que se conserva en el Archivo General de la Nación en Bogotá. En ella, una mujer indígena le pedía colaboración al gobierno para sacar a Shultes de la selva amazónica. Ella se había enterado de que él se encontraba gravemente enfermo, en peligro de muerte. Junto a la carta se hallaba grapada una fotografía de tal vez 5x5cm con la solicitud de regresarla con la respuesta. La razón de la fotografía –un retrato de la remitente junto a una casa– se debía a que ni ella ni la mayoría de habitantes de su caserío sabían leer ni escribir (había contratado a alguien para redactar la carta) y quería asegurarse de que la respuesta le llegara sin equívocos exactamente a ella. No sabemos si la misiva obtuvo finalmente respuesta o si surtió algún efecto. Lo que sabemos es que Shultes sobrevivió para internarse de nuevo en lo profundo de la selva, para ser tragado por ella nuevamente.

A Shultes, como al Arturo Cova de La vorágine, se lo tragó la selva. La diferencia es que Shultes volvió para contarnos todo lo que vio, escuchó, probó y sintió en los años que permaneció en ella. En este libro podemos ver esa historia, que compila 128 fotografías. En ellas convergen diferentes imágenes de esta travesía: comunidades indígenas, chamanes, rituales, cataratas, ríos y plantas alucinógenas que, junto a los textos escritos por Davis, Weil y Murray –todos ellos estudiantes de Shultes y difusores de su legado–, le entregan al lector un testimonio visual sobre los viajes realizados por el explorador a mediados del siglo XX. Las fotografías son inspiradoras, tanto así que influyeron en buena medida en el libro que escribiera Davis sobre las exploraciones y los descubrimientos de Shultes en la Amazonia colombiana (El río. Exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica. FCE), y éste a la vez inspirara un documental de reciente aparición en el país (Apaporis, 2012).

La admiración que despierta la historia de Shultes no puede permitirnos pasar por alto que esta historia también cuenta cómo, a través del autor, la ciencia moderna se apropió de saberes ancestrales. Este proceso se inicia desde el nombre mismo de las plantas: “Docenas de plantas, incluso géneros, llevan su nombre. […] Los macuna usan el justicia schultesii para las llagas, el Hirae schultesii para la conjuntivitis, y el pourouma schultesii para la úlcera y las heridas. Los cacarijona calman la tos y las infecciones del pecho con una infusión de tallos y hojas de piper schultesii. Y la lista sigue” […] (pág. 20) Un nombre ancestral es reemplazado por otro que no conserva vestigio alguno del significado atribuido por los indígenas. Los nombres de las plantas hacían referencia a un significado desde la cosmovisión de cada comunidad: “intoxicante del jaguar”, “culebra borrachera” y no a una persona: schultesii. Ello implica necesariamente la supresión de un significado inmemorial para atribuírselo a quien se proclama como su ‘descubridor’.

Esta relación de propiedad va más allá, nos cuenta Davis: “[…] mañanas lentas recolectando plantas, tardes en las riberas mezclando preparados, noches en el refugio del chamán preparando los especímenes y registrando en el papel los conocimientos que los cofán se habían transmitido oralmente de generación en generación” (pág. 73). El conocimiento ancestral de los pueblos indígenas en el uso de las plantas es apropiado para Occidente. El relato es cándido en contarnos –para citar sólo un ejemplo– que “las extraordinarias propiedades químicas de la resina de la virola habían demostrado ser bastante prometedoras para la fabricación de una droga antiinflamatoria. Comisionado por una de las principales compañías farmacéuticas para recolectar cien kilogramos de la corteza, en febrero de 1969 Shultes se encontró en las riberas del río Loretoyacú, cerca de Leticia” (pág. 145). Es decir, finalmente la propiedad de estos saberes termina en las compañías farmacéuticas.

No conocemos razones para dudar de la honestidad de Shultes, pero las plantas utilizadas inmemorialmente por las comunidades fueron apropiadas a través de la taxonomía –instituyendo la propiedad en razón al ‘descubrimiento’–, así como los saberes que las comunidades compartieron sobre las plantas de la selva amazónica terminaron –no es difícil suponerlo– en más de una patente, ¡que no son precisamente patrimonio de la humanidad! Son patrimonio de empresas farmacéuticas. ¡No hubiera sido extraño que una de estas sustancias ancestrales vuelva o haya vuelto en frascos, como medicina occidental, contra alguna enfermedad que un misionero seglar, en nombre del “hombre blanco”, buscara usar en los pobres indígenas, ignorantes de los últimos desarrollos de la ciencia moderna!

En definitiva, Amazonia perdida es un libro para sentir y para pensar, para disfrutar, aunque no ingenuamente. Esperemos que la historia de Shultes sea como el curare –el veneno para las flechas de los Sibundoy–, del que se puede beber sin ningún riesgo, aunque inyectado puede ser mortal, es decir, si corre por nuestras venas.

Giovanny Araque Suárez


Informacion adicional
Autor: Wade Davis
Editorial: Villegas
Bogotá, 2009, 176 Páginas

Le Monde diplomatique, edición Colombia No.111, mayo de 2012

 

 

 

Bogotá, noviembre de 2011

335 páginas

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