Iván Darío Ávila Gaitán
Ediciones Desde Abajo, Bogotá, octubre de 2022
286 páginas
¿A quién o qué leemos cuando leemos este libro? En efecto, de lo que en él se trata es, en buena medida, de lo que significa leer. Una habilidad que, como el autor señala, nunca acabamos de dominar del todo por más de que nos engañemos al afirmar lo contrario. Constatación que aplica cabalmente en relación con esta singular obra del politólogo y filósofo Iván Darío Ávila Gaitán. En la presentación al libro, una suerte de “Ficha de Lectura” dirigida a lectores que deseen contar con pistas que faciliten de entrada su encuentro con el inesperado texto que les espera, Ávila Gaitán invita a leerlo de dos maneras: una lectura con los ojos, otra con los dedos (y con los ojos cerrados). Sería tentador decir que la primera es una lectura que prescinde del cuerpo y de sus afectos para concentrarse en el botín puramente conceptual e intelectual que su contenido reserva a la lúcida e inquisitiva razón, mientras la segunda es, en cambio, una lectura visceral, temperamental, incluso febril, que pasa por las entrañas inestables y cavernosas del cuerpo. Pero decir que la lectura puede prescindir del cuerpo es, claro está, una manera inadecuada de hablar, ya que ¿cómo es posible leer sino con el cuerpo?
No obstante, existe una manera de leer que apenas si admite –y siempre con rubor– su carácter corporizado. Esta, de hecho, es la lectura que espera y promueve el ámbito académico filosófico, como bien lo sabe y se insubordina Ávila Gaitán, donde leer bien suele ser sinónimo de juzgar y no tanto de vibrar; de consumir para regurgitar, y no tanto de saborear para incorporar. Esta sería la lectura que el autor llama visual, y que, como ocurre con toda relación eminentemente escópica, posiciona a quien mira a distancia de lo mirado, reducido este último –el texto en este caso– al lugar de un objeto de contornos nítidos a la vista que lo comprende, tal vez, pero que permanece lejano y sustraído al flujo energético del tacto. En tanto la otra, la lectura táctil de “ciego”, usualmente proscrita de las aulas universitarias, asume de manera gozosa y desacomplejada su carácter nervioso e incardinado, librándose a los estremecimientos que provoca el contacto escrito con la letra sensible. La primera aspira a la neutralidad, al juicio objetivo, a la identificación clara y distinta de tesis y argumentos que señalen a los ojos de quien lee, cuáles son los caminos de pensamiento que debe recorrer sin riesgo de pérdida. Es una lectura más bien segura que pretende apropiarse justamente del contenido o del sentido del texto, para lo cual tendría en lo posible que obviar la distracción de la forma, del estilo, de los ritmos –o su falta–, y tomar postura frente a la verdad de lo dicho; una lectura que demuestre la autoridad epistémica de quien lee. La segunda, por su parte, se sumerge en las sensaciones que suscita la escritura, en las modulaciones y vibraciones que agitan el cuerpo mientras lee. Es, pues, una lectura que no reafirma en su posición de control al sujeto que lee, sino que, antes bien, lo altera. Le depara una experiencia de transformación de sí mismo. Pero no simplemente, como dice la hermenéutica, porque el/la lector(a) ensanche su horizonte de comprensión y ahora vea lo que antes no veía o apenas atisbaba, sino que ese cambio de percepción que le produce la lectura se debe ahora a que el cuerpo ha sido tocado en sus fibras y, por eso, se descubre en el mundo de otra forma, ocupando su espacio vital de manera distinta.
Ahora bien, la primera es también, pese a ella misma, una lectura con el cuerpo, pero un cuerpo adormecido o encorsetado. Un poco como fue la mía cuando por primera vez leí este texto en calidad de jurado de la tesis doctoral de la cual el libro se originó, en el Departamento de Filosofía de los Andes. La experiencia mezcló sorpresa e incomodidad frente a un trabajo que escapaba por completo a la norma de la escritura académica universitaria y, por tanto, que no se dejaba leer y, menos aún, evaluar, como los profesores estamos acostumbrados a hacerlo, sino que, en lugar de ello, dejaba una extraña sensación de gozo revitalizante pero algo prohibido. La segunda es, pues, la de un cuerpo bien vivo y expansivo que no busca obliterarse sino, al contrario, afirmarse con toda su fuerza. La primera es vertical y desde afuera del texto, la otra va a ras por dentro de este. Aquella es normativa, esta es rebelde. La primera es masculina, la segunda, una lectura femenina. Esta lee desde la diferencia que es su sexo, aquella desde un sexo sin diferencia. De eso va también este libro: de la diferencia sexual.
Pero, ¿cómo se relacionan estas dos lecturas en principio tan opuestas e irreconciliables? El mérito de esta obra reside precisamente en que no solo las hace posibles a ambas, sino que las hace necesarias simultáneamente. Se requieren una a la otra como dos caras de una misma moneda. Si la primera lectura discierne la tesis del materialismo inmanente, la segunda es ella misma una lectura materialista e inmanente. Ciertamente, la mirada académica identifica sin rodeos los argumentos allí expuestos que sostienen la postura ontológica asumida, e inscribe de inmediato el texto en el círculo de influencia de los llamados “nuevos materialismos”. El materialismo, esa corriente de pensamiento minoritaria que, según se afirma en clave deleuziana, ha recorrido de manera subterránea la tradición de pensamiento occidental, encuentra actualmente una nueva vitalidad en el trabajo que nos ocupa. En particular, reaparece bajo el impulso de feminismos materialistas como los de Luce Irigaray, Donna Haraway y Rosi Braidotti, quienes, menos que objetos de estudio para el autor, se convierten en sus compañeras de ruta; más que interlocutoras de un diálogo filosófico platónico, respiran a través de su escritura, devolviéndolo a él y a sus lectores a la vida. Ser materialista ontológicamente hablando es afirmar que no hay más que materia, que no somos más que cuerpos, pero no la materia inerte ni los cuerpos-máquina, meros soportes de la consciencia, que pensaron los modernos desde Descartes, no objeto pasivo de dominio tecno-científico, sino materia viva, cuerpos vibrantes que portan en sí mismos el principio que configura y refigura incesantemente todo cuanto existe, en un proceso que no conoce principio ni finalidad. Por eso, este se declara como un materialismo inmanente. No hay Dios trascendente. No hay Padre. No ese Dios que es el Padre. Esta onto-teología materialista prosigue así por la senda transitada por el sabio Spinoza con su panteísmo (Deus sive Natura), y por Nietzsche con su Voluntad de Poder, autores a quienes, en un asombroso nudo argumentativo, Ávila Gaitán entrelaza también con la Santería cubana y sus orishas, y con los eco-feminismos de la teología latinoamericana y su diosa Tierra; todos parientes, al fin y al cabo, de la misma familia de materialistas que ahora acoge en su espuria genealogía a nuestro autor.
No extraña entonces que, a la tesis ontológica planteada en el libro, de un materialismo inmanente, tesis central que se expone fácilmente a la vista cazadora del lector académico, le acompañe simultáneamente otra manera de leer (y de escribir también) que es muy distinta a la lectura pretendidamente des-corporeizada e inmaterial del sujeto académico. Se trata de esa lectura táctil o materialista, de la que hablamos antes, que exige renunciar a fijar y estabilizar el texto bajo el dictado de un significado trascendental que situado en un supuesto afuera del texto, y desde la altura de su idealidad, pretende borrar o suprimir la continua producción y reproducción de nuevos sentidos que el texto puede seguir efectuando, en cuanto está siempre atravesado por fuerzas: biológicas, físicas, tecnológicas, económicas y semióticas en movimiento; fuerzas que lo constituyen y, asimismo, lo desbordan. Se quedaría muy corta entonces la pretensión de reportar el contenido a partir de una lectura que se quiere neutral y objetiva de este texto, con la ilusión de dar cuenta de una vez y para siempre de lo que él puede decir y que, por ende, desee poner en suspenso o cancelar sus efectos. Sería una lectura que querría inmunizarse contra todo lo que el texto puede seguir haciendo a y con los cuerpos que lo lean.
Reivindicar la afección del cuerpo al leer, en otras palabras, celebrar con gozo el hecho de que no puede leer realmente sino porque es tocado por la materialidad del texto, no implica, sin embargo, como puede temer quien privilegie la lectura visual, faltar a lo que el texto dice por sí mismo, debido al riesgo de someterlo de manera arbitraria a los márgenes estrechos de la situación concreta desde la cual es leído. A una onto-teología materialista inmanente, como la afirmada, le va de par una epistemología que redefine radicalmente lo que es el conocimiento. En cuanto corporizado, se sostiene, está siempre situado, pero no por ello es falto de verdad o de universalidad, como podría alegar quien desee des-corporeizar la lectura o desmaterializar la realidad para garantizar objetividad e imparcialidad. Quien lee con su cuerpo, señala Ávila Gaitán, gana a través suyo acceso al conjunto de fuerzas materiales que lo recorren y moldean: a su “corpor(e)alidad”. No se encierra, sino que se abre. Es esta, por lo mismo, una epistemología que no admite la habitual distinción entre sujeto que conoce y objeto a conocer, distinción que este materialismo inmanente desdibuja, pues ¿cómo trazar claramente la frontera entre sujeto y objeto si lo que hay no es más que cuerpos y materia viviente entrelazada? ¿Qué es aquí tocado y quién toca? O, más bien, ¿quién es tocado y qué lo toca? En fin, ¿quién conoce y qué conoce? ¿Qué conoce y quién es conocido? Imposible decirlo con certeza. Sujetos y objetos son cuerpos todos que en red continua tocan y son tocados, afectan a otros y son afectados por igual.
El cuerpo afectado por y afectando siempre otros cuerpos, cuando lee este libro descubre que su materialidad involucra en sí misma una manera de estar en relación con todo lo que es, esto es, involucra, como concluye el libro en su parte final, un ethos o una forma de vida. Una forma de vida que ya no puede ser humanista. La distinción trazada entre cuerpos que serían menos corpóreos y más trascendentes –como tradicionalmente se ha concebido a los cuerpos humanos–, y aquellos cuerpos nada más que cuerpos de los no-humanos, es decir, cuerpos naturales o naturalizados, implica una jerarquía ontológica, epistemológica, ética y política, que es muy difícil de sostener a la luz del materialismo inmanente aquí asumido. En otros términos, no es posible trazar ese halo de excepcionalidad alrededor del ser humano enseñado a desdecir de su corporalidad para definirse solamente con base en una Razón supuestamente ahistórica, universal y desmaterializada. De ahí que despunten una y muchas formas de vida posthumanas, en las cuales ya no vale más la distinción entre humano y no-humano, entre natural y cultural, entre humano y animal o entre humano y planta. La lectura abiertamente corporizada renuncia entonces a afincar a quien lee en la posición jerárquica del sujeto humano que lee el objeto texto, y reconoce más bien que es posible, al revés, estar siendo leído por el texto, afectado y efectuado por este. El autor nos dirá que es una lectura donde el texto hace cuerpo con nosotros.
Así pues, al leer este libro, nos leemos a nosotras, leídas por él. ¿Nosotras? Es el pronombre elegido por Ávila Gaitán al escribir. Sí, se refiere a la comunidad de cuerpos que, bajo las denominaciones de mujeres, negros, indígenas, colonizados, desclasados, animales, etcétera, han sido históricamente reducidos a poco más que cuerpos sin Razón, a mera naturaleza material, a lo otro del Hombre. Diríamos, reducidas a las que no leen realmente. La metafísica de lo Uno, como paradigma de pensamiento, ha erigido como ideal un concepto de Hombre que, avergonzado de su materialidad, de su dependencia de otros cuerpos, de su carácter de nacido y mortal, ha alimentado un orden vertical, patriarcal y colonial. Por esa ceguera, aquí se la abandona. Leer este texto y dejarse leer por él significará entonces, para quienes hagan la doble experiencia de descubrirse adormecidos y despertar, verse de repente involucrados en un movimiento de resistencia, corporizado, feminista, decolonial y antiespecista.
Diana Muñoz
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