El maestro sabe entonces que el conocimiento no es algo cifrado, enigmático, un elemento que enriquece sólo el saber de los especialistas, sino un ámbito especifico de posibilidad de entendimiento y de acción creado desde y para la vida concreta histórica (1).
Sobre el vitalismo y el concepto de vida
Hablar de la educación en la “Filosofía vitalista” o “Vitalismo Cósmico” implica situarla dentro del proyecto filosófico general de esta corriente de pensamiento nacida en Colombia, creada por el fallecido maestro Darío Botero Uribe a partir de los años 90 del siglo pasado. El Vitalismo Cósmico fue una respuesta filosófica a la crisis de la civilización actual. Es decir, una alternativa a la incertidumbre, la desazón, el conformismo, la desesperanza producidos a finales del siglo XX. Esto quiere decir, sencillamente, que esta corriente de pensamiento no fue una mera especulación filosófica, sino que estuvo directamente ligada con la realidad, con los problemas que afronta la civilización en nuestros días. En eso consiste su vigencia.
Recordemos que con la caída del socialismo real, quedó un vacío en la historia. La celebración apresurada de este hecho fue el libro de Francis Fukuyama: El fin de la historia y el último hombre. El libro era una reinterpretación del monumental Hegel, que decretaba el triunfo del capitalismo, su economía de mercado, su constitucionalismo liberal, pero lo más sorprendente aún, la muerte de las ideologías. Fukuyama, el nuevo apóstol de moda y autor de tal epitafio, cual notario, decretó la muerte de la utopía, la esperanza y la historia. Según éste, el capitalismo y su economía de mercado eran el último estadio del devenir humano. Con ellos los seres humanos arreglarían todo sus problemas de convivencia. Así las cosas, no se podía hacer nada frente a la situación reinante. En Colombia, la obra de Botero Uribe puede ser considerada como una respuesta a Fukuyama, pero no una respuesta política, sino filosófica. Botero, contrario a Fukuyama, no decretó la muerte de la historia, ni de los proyectos de cambio histórico, es decir, no se resignó, sino que postuló, como lo indica el nombre de uno de sus libros, el derecho a la utopía.
La propuesta del Vitalismo Cósmico parte de la comprobación de la crisis de la modernidad, pues ésta finalmente no pudo concretar ni materializar las propuestas, ni el modelo de humanidad construido desde la Ilustración. Ni la libertad, ni la igualdad, ni la fraternidad se materializaron en la historia; el marxismo no pudo realizarse; hasta hoy la pobreza y el hambre permanecen sin ser erradicados, y el ser humano, en vez de ser más libre pasó a ser un esclavo y una pieza del mundo técnico-científico y sus medios masivos de información.
Por otro lado, la ciencia y la técnica terminaron controlados y al servicio de la guerra y ésta, a su vez, al servicio de la economía, provocando una de las grandes catástrofes ambientales. El resultado fue un mundo cada vez más chato, con menos perspectivas, menos humanista y más deseoso de acumulación, de bienes y dinero. El resultado de la modernidad no fue la emancipación del hombre sino el empobrecimiento del mismo. El Vitalismo postula, pues, la crisis de la modernidad y le apuesta a un nuevo modelo de civilización, a un mundo nuevo.
¿Qué es el Vitalismo Cósmico? Es una ‘filosofía de la vida’. Para Botero Uribe, la crisis de la modernidad y la civilización al final del siglo XX y comienzos del XXI, sólo evidencia una cosa: lo que está en peligro es la vida misma. Y cuando se habla de vida, el vitalismo la concibe en una triple dimensión: vida cósmica, biológica y psicosocial. Aquí prescindiremos del concepto de vida cósmica. Sólo diremos que la expresión “cósmico” refiere que el hombre es hijo del cosmos y es un pedazo de éste. Ese concepto sirve para ilustrar que pertenecemos a un orden más amplio. La ‘vida biológica’, por su parte, se refiere a la naturaleza, a los biotipos, al orden de los ecosistemas. En este sentido, se postula que la vida proviene de la vida y come vida. Así las cosas, la vida es una. Esto implica que en la naturaleza por más individuos que existan, ninguno está aislado. Todos pertenecen al río de la vida. La vida es un circuito. Todos los vivientes sólo somos manifestaciones de la vida, pero si uno de nosotros desaparece, regresa al río de la vida, y ésta continúa. El daño ambiental provocado por esta civilización consiste, precisamente, en no tomar conciencia de esa unidad de la vida. El mundo moderno con el dualismo cartesiano res pensante y res extensa separó al hombre de la naturaleza y la modernidad concibió a esta última sólo como objeto para ser dominado, explotado y adueñado, como sostuvo Descartes. Así, el hombre apareció desarraigado del mundo natural, sin percatarse que la destrucción de la naturaleza era una autodestrucción.
La explicación de la vida y la naturaleza le permite a Botero crear una teoría ambiental llamada Vitalambientalismo. Si la naturaleza es un circuito de vida, el daño de ésta sólo puede estar en la mente del hombre y en su proyección. El problema empezó con el surgimiento del pensamiento (una nueva energía, como dice Llinás). Con el lenguaje el ser humano configuró su propio proyecto humano, es decir, lo que hoy conocemos como civilización, al que el autor denomina transnaturaleza. Desde ese momento el ser humano perteneció a dos mundos: a la naturaleza de la cual venía y al mundo que él mismo había creado, es decir, la transnaturaleza. El desequilibrio ambiental se da con la potenciación (a través de la ciencia, la técnica y sus efectos sobre la producción) de su dimensión transnatural de tal forma que ésta empieza a destruir la otra dimensión: la natural. Por eso el Vitalambientalismo propone un puente vitalista (equilibrio) entre las dos dimensiones del ser humano. Éste “muere” en proporción a los árboles que destruye y en la medida en que contamina y acaba con especies animales y vegetales, pues de esta forma atenta contra ese río de la vida en el cual él mismo navega. De tal manera que una concepción profunda del ambiente no debe ser reparacionista y remedial, como la ecología que ve el daño ambiental allá afuera, sino una concepción de solidaridad con la vida misma, entendida ésta como una.
El concepto de vida Psicosocial, por su parte, el más vasto, teoriza una ética, un humanismo, el arte, el mundo simbólico, el Estado, la democracia, la política, la modernidad, la posmodernidad, apuntando, en últimas, a la creación de una sociedad de seres humanos libres, emancipados, autoeducados, que en una sociedad justa puedan autorrealizarse y desarrollar todas sus potencialidades artísticas y creativas. Este mundo ha sido empobrecido también por la civilización actual. Cada día tenemos un mundo social más pobre, menos creativo, donde los individuos no cuentan con posibilidades de actualizar sus potencialidades.
Podemos resumir lo anotado diciendo que la civilización actual testimonia dos cosas: el daño de la vida biológica y el empobrecimiento de la vida psicosocial. De ahí que el vitalismo proponga una ‘filosofía de la vida’ como alternativa a esa crisis de la modernidad.
El papel de la educación
Ahora, ¿qué papel juega la educación en esta nueva filosofía? La respuesta es simple. Si la nueva filosofía parte de la defensa de la utopía, de la creencia de que el mundo puede ser cambiado, de que es posible modificar la realidad, etcétera, la educación es, como dice Botero Uribe, un instrumento fundamental para ese propósito. Pero esto implica cambiarla a profundidad. Es decir, la educación debe superar ese mecanicismo donde existe una transmisión de información aislada, sin reflexión, de un conjunto de datos que no se vinculan con la realidad del estudiante. Debe, por el contrario, crítica, esclarecedora, que muestre relaciones, brinde explicaciones complejas sobre el entorno de los alumnos, de tal manera que ellos puedan analizar críticamente la realidad que viven, los problemas de la misma y, además, que estén en capacidad de crear y vislumbrar soluciones a las problemáticas concretas. Es decir, la educación debe dejar de ser castrante, aburrida, posibilitando el vuelo de la imaginación, la creación, la praxis lúdica. El alumno no es un mero receptor de datos, conocimientos e información, sino que es un ser pensante, constructor y portador de un saber; alguien en capacidad de aportar y producir.
En su libro Vida, ética y democracia, Botero Uribe dijo: “No se educa al niño para pensar, crear, descubrir, sino que se le impone un saber establecido, carente de vida, esquematizado, sin vida. Enseñar debería repetir el proceso de crear, inventar, de descubrir; quien aprende debería sufrir la tensión de la búsqueda y la inenarrable emoción del descubrimiento” (2).
Pero lo anterior requeriría un cambio fundamental en la relación profesor-alumno. Michel Foucault, el filosofo francés fallecido en 1984, creó la teoría de los micropoderes, esto es, que existen relaciones de poder entre los padres y los hijos, el entrevistador y el entrevistado, el jefe y la empleada, etcétera. Asimismo, existe una relación de poder entre el profesor y el estudiante. El asunto importante es que esa relación de poder intimida al alumno y le da una aureola al profesor de autoridad, de tal manera que en esa relación que debería ser cordial, el profesor aparece como el que sabe todo y el alumno como el ignorante. Es necesario, pues, un trato horizontal, amistoso, compresivo, de co-creación del conocimiento, donde desaparezca el autoritarismo intimidante del profesor.
Con todo, no sólo es requerida una práctica nueva de la educación, un cambio en las relaciones profesor-alumno, también es necesario un enfoque y un redireccionamiento serio de los contenidos educativos. Este es un aspecto clave y puede ser abanderado desde la comunidad educativa misma, desde los pensums o planes de estudio. Es algo que puede realizarse desde el colegio o la universidad misma.
La educación hoy brindada tiene como objetivo principal crear sujetos productivos, es decir, sujetos que cumplan una determinada función en la división social del trabajo. Se busca crear especialistas, expertos en determinados temas o funciones que participen en el proceso productivo actual. El problema, como lo puso de presente Estanislao Zuleta, es que la especialización chata, profesionalista, cerrada, implica una pérdida de crítica frente al proceso global o general de producción.
Por ejemplo, quien hoy en día está en capacidad de producir un chip, no sabe los múltiples usos que se pueden hacer del mismo. Es decir, la super-especialización implica una disminución en la capacidad crítica de los sujetos, al hacerles perder la perspectiva del todo, como ya lo sabían Nietzsche y Lukács, para sólo mencionar dos. Puede saberse mucho de una profesión, de un proceso, etcétera, sin saberse nada más del mundo. Éste empieza a ser, para decirlo en los términos de la novela de Ciro Alegría, “ancho y ajeno”, esto es, el ser humano se ve perdido y alienado en el mundo, pues no puede aprehenderlo críticamente.
Este tipo de educación recortada, super-especializada, que desdeña el humanismo porque no aporta nada al sistema productivo, es la que crea, para decirlo con Estanislao Zuleta: “Psicoanalistas analfabetas, que por fuera de su diván no saben nada de nada” (3). Por ello es necesario cambiar los contenidos de la educación. Es necesario un equilibrio entre una educación que forme para producir y que al mismo tiempo forme seres críticos, sociables, humanistas. Por ello este proceso debe incorporar la filosofía, el arte, la literatura, sólo así alcanzamos una educación integral del estudiante y no una mera especialización.
La educación técnica hoy impartida, pues, subvalora por inútil e improductiva cualquier relación con el humanismo. Esto es algo que debe corregirse. El alumno debe tener una formación amplia, integral y equilibrada que lo prepare mejor para enfrentar la vida y defender una concepción clara del ser humano y de su porvenir.
El papel de la autoeducación
Pero el Vitalismo Cósmico va mas allá de una crítica de la educación imperante. Por eso postula la autoeducación, que según el filósofo colombiano se constituye en “el camino para construir la realidad de la utopía”. Esto quiere decir, que si se busca cambiar radicalmente una sociedad, es la autoeducación la que posibilitará ese cambio.
¿Qué es, entonces, la autoeducación? Botero sostiene: “no significa en manera alguna que sobren los maestros, sino que el individuo tiene que volver sobre sí mismo para completar su desarrollo intelectual” (4). Este punto es fundamental porque hace énfasis en dos aspectos de suma relevancia: “volver sobre sí mismo” se refiere concretamente a un autoexamen, un ejercicio sobre sí; y por el otro lado, postula que la educación en sí misma no es suficiente. En estos dos aspectos se condensa una crítica a la educación y una propuesta filosófica y política.
Es así por lo siguiente: si la educación actual forma personas acríticas, amoldadas al sistema imperante, es obvio que ese modelo debe ser superado, no sólo reformando la educación y sus contenidos, sino acudiendo a la autoeducación o, como dicen las estéticas de la existencia actual de Michel Onfray, Pierre Hadot, entre otros, “esculpirse a sí mismo”, labrarse continuamente. Sólo esta operación acompañada de un auto sentido de la socialidad, el respeto por el otro, la solidaridad, etcétera, producen una transformación de sí mismo y del entrono, lo cual no implica desechar, sino todo lo contrario, incluir la acción colectiva, la acción política.
La autoeducación no está al alcance de todo el mundo, requiere personas conscientes de que la educación no es suficiente, de que es necesaria una actitud propia frente al mundo, sin camisas de fuerza, por eso la autoeducación brinda la oportunidad de escoger un camino propio, de ejercer la crítica por si mismo, sin el tutelaje de otro como decía Kant en su célebre ensayo Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración? de 1984. La autoeducación ayuda en este sentido –y esto es importantísimo– a crear personas libres, autorresponsables socialmente, conscientes y críticas.
Aquí la parte política de la utopía de Botero Uribe aparece imbricada. Las revoluciones anteriores pensaron en cambiar las estructuras y las instituciones; pensaron en tomar el poder y re-direccionar la sociedad. Suponían que el problema era sólo de estructuras y que sólo bastaba hacer algunos ajustes para lograr una sociedad libre, igualitaria y justa. Pero la práctica arrojó resultados diferentes. El problema era que los impulsores del cambio, de la revolución, no habían cambiado ellos mismos. De tal manera que cuando accedieron al poder, reprodujeron los vicios de sus antiguos jefes. Se cumplió, para decirlo sin ambages, la sentencia de Paulo Freire: el oprimido había interiorizado al opresor y cuando lo sustituyó empezó a exteriorizar lo que había interiorizado, a saber, al opresor.
Muchas de las revoluciones no se percataron de que primero debían cambiar al individuo, su vida, sus relaciones con el poder, sus prejuicios, etcétera, para luego sí proceder a cambiar la sociedad. Era la única forma de lograr un cambio libre. Por el contrario, como suponían que bastaba con tomar el poder y dirigir el proceso “desde arriba”, terminaron imponiendo un autoritarismo social que terminó en muchos casos en totalitarismos. Lo único que se logró con todo eso fue asfixiar al individuo y ahogar la libertad; el resultado fue millones de muertos y un micro-fascismo que dominaba todas las esferas de la vida.
El Vitalismo sostiene que si se quiere cambiar el mundo, primero debe cambiarse al individuo. En ese cometido la autoeducación juega un papel relevante….la educación debe ser superada en la autoeducación. Sólo así es posible mejorar la convivencia y producir profundos cambios en la vida psicosocial. La autoeducación, pues, es fundamental para construir la nueva sociedad, para materializar la utopía de un mundo mejor. Solo así se convierte el individuo-tipo en un individuo libre.
Hay que decir, además, que la autoeducación juega otro papel importante: el de ayudar a construir el “proyecto de vida” de los individuos. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que la autoeducación debe ayudar, debe posibilitar, que el estudiante, el alumno, los individuos, descubran sus propias potencialidades y talentos, esto es, que se auto-descubran, que naveguen en su interior y exploren sus propias capacidades, que encuentren para qué son buenos, que vislumbren un camino por donde quieren transitar el resto de la vida. La autoeducación al ser un ejercicio libre, sin imposición, responsabilidad sólo de cada uno, puede favorecer el que las personas se encuentren a sí mismas y decidan forjar lo que el Vitalismo llama un “proyecto autoconsciente de vida”, un proyecto construido por cada cual, no un proyecto impuesto. Este proyecto de vida no es más que “asumir como propia una perspectiva vital general”, esto es, elegir un sendero, un rumbo, por el cual poner a caminar el esfuerzo, la perseverancia, hasta lograr llegar a la meta o, al menos, intentarlo. Esa perspectiva vital puede ser la del ingeniero, el biólogo, el filósofo, etcétera, lo importante es que sea elegida libre y conscientemente por cada uno. Esta es la forma de evitar lo que aquí llamaría el “diletantismo vital”, el cual no es más que la indecisión, la confusión, la ausencia de claridad en la persona, sobre el rumbo de su propia vida.
Otro aspecto importante de la autoeducación es que al permitir construir el proyecto autoconsciente de vida, otorga la posibilidad de darle “sentido a la misma”. La vida en sí misma no tiene sentido. Es una realidad fáctica. Estamos arrojados en ella, sólo tenemos el deber de hacer algo. Sartre tenía razón cuando sostuvo que el hombre estaba condenado a elegir. Esa elección está precedida por un cierto grado de libertad y esto quiere decir que esa libertad debe hacerse y convertirse en acción. Con todo, hay que decir que no somos absolutamente libres. Sería irresponsable pregonarlo así. El hombre está condicionado por el medio social, económico, por sus propias capacidades intelectuales, pulsionales, por su condición física. Sin embargo, ese grado de libertad relativa que poseemos debe servir para elegir un proyecto vital, imprimiendo por su conducto un sentido personal a nuestra existencia.
Nuestro proyecto de vida nos alumbra un horizonte, nos traza un camino, le imprime razón de ser a lo que hacemos, pues cada uno de nuestros actos debe estar abocado a lograr llegar a ser lo que hemos soñado de nosotros mismos. Si logramos realizarnos, hacernos a imagen y semejanza de lo que hemos soñado, podremos decir que hemos hecho real y efectiva nuestra libertad.
1 Darío Botero Uribe, El poder de la filosofía y la filosofía del poder, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 3ª edición, Tomo I, p. 138, 2001.
2 Bogotá, 2ª edición, Universidad Nacional de Colombia, 2001, p. 45
3 Conversaciones con Estanislao Zuleta, Cali, Fundación Estanislao Zuleta, pp. 66-67, 1997.
4 Darío Botero Uribe, El derecho a la utopía, Bogotá, Universidad Nacional, 5ª edición, p. 65, 2005.
*Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás. Candidato a Doctor en Filosofía por la misma Universidad. damianpachon@gmail.com