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“Los visibles” de Eduardo Esparza o la danza de las desapariciones

“Los visibles” de Eduardo Esparza o la danza de las desapariciones

“Mi pintura cada vez se aproxima más a lo que soy, a lo que siento, a mi manera de actuar. Obedece a mi estructura mental”. Me imagino a Eduardo Esparza pronunciando estas sinceras palabras frente al estallido de sus colores y ante las bocanadas de fuego que se proyectan en toda su obra, hecha de materia viva, de esencia terrígena y levedad de ave. Me lo imagino bailando ante la gran tela, lleno de sí, pleno de mundo, diciendo con su estruendo: “mi pintura forma parte de mi actitud lúdica, mis animales, peces, gallos, aves, gatos, perros. Las formas eróticas vistas, a través de las frutas, de las semillas”, y de pronto lanzando una ráfaga de color como un trompo universal, movimiento etéreo y tangible, con profundidad y altura.

Así es la cartografía mágica, insinuante y poética de Eduardo Esparza. En ella podemos sentir las hechizantes vibraciones de su entorno, la permanente ondulación de lo real. Pintura nómada, rítmica, pulsional, que invita salir a los caminos, estar en constante conmoción y ser cómplices de esta danza cromática, devorándonos-devorándose.
Esparza teje y desteje el magnífico y trágico ir y venir de un espacio-tiempo matérico y metafísico. Sus juegos de color van hilando en la tela aquellas esferas, círculos, triángulos, aristas, puntas que nos inventan otras lógicas, otras maneras de ver, ser y actuar, desafiando la racionalidad utensiliar e instrumental, rígida y reglamentaria. De ahí sus rupturas, su poesía. Lo ha dicho el mismo artista: “todas estas formas, texturas y colores dentro de una estructura, van hilando un tejido en forma vertical y horizontal que le da un sentido a lo espiritual y terrenal. La dinámica de este tejido no es más que mi forma de jugar al trompo”.

“El tiempo es un niño que juega con los dados. El reino es de un niño” escribió Heráclito, y como tal esta obra nos lanza a ser cómplices con lo lúdico estético pero también a comprometernos con lo lúcido histórico, con la realidad sonora y trágica de esta parte del mundo. Se entiende entonces la urgencia de Esparza por crear su expresiva y contundente serie Los Visibles, como síntesis del drama de un país, de una generación desaparecida bajo el miedo y el temor, la impotencia y los fracasos.

Perteneciente a una generación nacida entre las décadas del cincuenta y del sesenta, Esparza ha hecho suya la idea de ser contestatario, contracultural y de ir a contracorriente. Una generación hija de la violencia que vivió en un país construido con torturas y cadáveres, mientras muchachos y muchachas contorsionaban sus cinturas al ritmo de los Beatles, Carlos Santana, Led Zeppelín, los Rolling Stones, y que rumbeaban con la salsa de Riche Ray, Bobby Cruz, Hector Lavoe y La Fania; que cantaban las baladas del Club del Clan con Oscar Golden, Harold, Ádamo, Leonardo Fabio, Piero, Charles Aznavour, y que con Joan Manuel Serrat y la música protesta de Joan Báez, Víctor Jara, Ana y Jaime, Soledad Bravo, Mercedes Sosa, Pablus Gallinazus, Violeta Parra, hicieron la revolución en las tablas. Músicas que fueron las primeras escuelas en sus corazones, primeros pupitres sentimentales donde posaron las alas de la imaginación.

Paralelo a esta necesaria provisión de amor, en aquellos años la historia rugía. Tiempos de compromisos políticos, de conflagraciones poderosas. La década del sesenta fue propicia para el desahogo de una generación hija de la violencia. Escándalo y aullido. La de los sesenta fue la década de la imaginación, pero también la que hizo conciencia de sus limitaciones. Década de jóvenes hambrientos por dejar un rastro, una huella en medio del fuego y las cenizas de una realidad sobresaltada: la revolución cubana, la rebelión de Martin Luther King, la época de los Kennedy, Johnson, Nixon y su inhumana guerra de Vietnam, la década de la protesta con paz y amor de los Hippies, de Cassius Clay; la figura de Mao Tse Tung en los libros rojos; la liberación sexual y la pérdida de miedo al embarazo; la época del Festival de Woodstock, la de ” la imaginación al poder” y “prohibido prohibir” en aquel mayo luminoso francés; la de la matanza de estudiantes en Tlatelolco en México D.F., cuando tomados de los brazos cantaban y gritaban el 2 de Octubre de 1968; la década de la invasión con tanques rusos a una Praga primaveral y la de un Santo Domingo ocupada por Marines gringos; la década del Che Guevara, estrella y boina, patria o muerte, junto a Camilo Torres Restrepo utópico y mártir; los tiempos en que rugían Marquetalia, el Guayabero, Ríochiquito cuando las universidades colombianas eran colmadas de consignas, discursos y proclamas libertarias. Es también la década en la cual surgen los primeros cines clubes y donde se fundan grupos de teatros disidentes y contestatarios: el Teatro Libre, el Teatro La Candelaria, El Teatro La Mama, el Teatro Popular de Bogotá, el Teatro Experimental de Cali (El TEC).

No es extraño entonces que Los Visibles sinteticen toda esta historia que el cínico olvido ha desterrado de nuestros ojos. Descubrir lo cubierto, volver presencia lo que por décadas ha sido condenado al silencio, a la ausencia; tocar sin temor las llamas de la crueldad, del horror y el despotismo histórico. Todo drama se vuelve en esta serie apremio, compromiso. Esparza hila el manto de la tragedia, el luto de un dolor comunitario. De allí el permanente uso cromático de blancos y negros que se difuminan en ágiles figuras y que, como en un teatro de sombras, aparecen y desaparecen. Ellas luchan por definir un cuerpo, un ser indescifrable. Esas figuras son todos los rostros de un país, de un continente, moviéndose tras el velo negro que el artista rasga, penetra con intensidad terrígena. Es la danza macabra hecha gracia, ritmo, poesía. Su pintura sintetiza una paradójica sentencia: la desgracia de esta realidad terrible es la fuente de su gracia hecha imagen.

Entre el pesado y grávido luto de las figuras y las ingrávidas formas de los cuerpos fluctúa la serie Los Visibles. Un cierto asomo de baile se observa entre los resquicios. Pero es la noche de un carnaval nada dichoso. Extraños ritos profanos y sacros se unen a este imaginario necrofílico de una sociedad donde al desaparecido se le desaparece dos veces: por los verdugos del deseo y por el olvido del Estado y de sus conciudadanos. Esparza ha desafiado dichos olvidos. Nos obliga a mirar de nuevo el abismo, el deterioro, nuestra más secreta indiferencia. Invitados a participar en este baile de imágenes con sus trajes de luto, escuchamos el milenario silencio, los desterrados pasos, gritos, llantos y amores en medio de un país en ruinas.

“¿Por qué nacen Los Visibles?” se pregunta Esparza, y responde: “Los Visibles nacen de un deseo, y este deseo ha sido que, a través de mi lenguaje como artista plástico, yo construya de una manera plástica, la imagen de las víctimas de nuestro conflicto”. Esa es su apuesta y propuesta, su más alto proceso vital y estético. Para lograrlo, nos dice: “se combinaron todas las técnicas del grabado, fusionando la serigrafía con colografía, aguafuerte con colografía, colografía a varías planchas, aguafuerte con serigrafía, rompiendo con lo ortodoxo del grabado, creando nuevas posibilidades en el desarrollo de la imagen, utilizando láminas de hierro que facilitan trabajar en formatos grandes a bajo costo: cartones, polvo de carbonato de calcio con pegantes y diferentes texturas: arenas, limaduras, papeles texturados, etc…”.

Así edifica una cierta simultaneidad espacial que fluctúa de lo simple a lo complejo, creando diversos contrastes, gracias a la fluidez cromática del blanco y el negro, los juegos del gris dimensionado. Sus líneas suaves y juguetonas realizan múltiples tonos, creando espectros vibrantes de luz, expuestos en una atmósfera histórica y telúrica. Aquí el dibujo y el color establecen un magistral equilibrio, liberador, libertario.

Quizás encontremos en esta serie una figuración que dialoga con el cubismo y el muralismo, como también con algunas obras de artistas colombianos que trabajaron el tema de la violencia, la guerra y lo político, tales como Carlos Granada, Augusto Rendón, Luis Ángel Rengifo, Umberto Giangrandi, Pedro Alcántara, Alejando Obregón. Por lo tanto, no es gratuita su pasión por la grandeza pictórica, trágica e histórica del Guernica, ni por la necesidad de magnificar, de forma casi muralista, los íconos de las desapariciones. Esa actitud lo ha vuelto cada vez más actual y universal. Esparza ha leído en el libro de la tradición del arte y de la época. No ignora la historia sobre la cual se levanta su obra, pero a la vez realiza un proceso de liberación y de ruptura, es decir, se rebela desde el fondo de su tradición contra la misma. Herencia y liberación fusionadas en una permanente actitud de creación activa. Qué ambigua es la condición del artista: estar adentro y afuera de su tradición. La tradición le llama para alimentarlo, pero permanecer demasiado en ella desnutre, despoja de armas para la escisión, la aventura; a la vez el estar demasiado afuera lo exilia, lo deja en la pobreza espiritual del sin raíz. Lejanía y cercanía, El haber trabajado desde la enseñanza picassiana del Guernica, permitió a Esparza instaurar una memoria creadora junto a una tradición libertaria. Es la tradición asimilada, asaltada, exilio y casa materna.

Así construye un escenario con figuras andróginas donde Eros y Thánatosson los antihéroes de un erotismo trágico y dichoso, cíclopes, alguna vez desaparecidos y ahora vueltos memoria; figuras antropomórficas que sintetizan el bestiario público y secreto de Esparza, cuyos rostros y cuerpos nos envían al mundo surreal de lo imaginable-imaginado; siluetas fragmentadas, multitud de brazos, troncos cercenados por las motosierras en las masacres, donde no se vislumbra ya el canto y el color de un gallo, ni la danzarina silueta de un trompo en pleno aire.

“El erotismo, la rumba, el dolor, la angustia, la vida y la muerte”, tal como lo afirma Esparza, se visibilizan en toda la extensión de la tela. Es un calidoscopio subterráneo, nocturnal, fragmentado, contorsionado, eufórico y visceral, arrojado como dardo de fuego a nuestros ojos. Toda una iconografía fúnebre y lúdica a la vez, un cementerio simbólico que guarda las cruces, lunas y soles de nuestras no gratas generaciones, definitivamente desaparecidas.
Fuerza de imágenes en crescendo llenan con intensidad sus cuadros. “El caos debe resplandecer en el poema bajo el velo condicional del orden”, decía el poeta Novalis, y no otra pulsión

se observa en este caosmos que edifica Esparza entre el desgarramiento y lo plácido, la serenidad y la tormenta.
Los Visibles, obra-flujo que construye la belleza de lo terrible y lo terrible de la dolorosa belleza; obra que oscila entre la delicadeza de las líneas y la agresividad de las bestias, gran testimonio generacional, insistimos, ardiendo en la desesperación de este tiempo donde se nos imposibilita ver un nuevo horizonte.

¿Danzan o duermen su sueño total estas figuras, estos andróginos? ¿Qué nos dicen en su escandaloso silencio? ¿Son música, sensualidad, erotismo o grito? Simultaneidad y calidoscopio visual. Conmoción y subversión. Paradójica y ambigua condición, como lo es nuestra cultura, nuestro naufragio. 

Carlos Fajardo Fajardo

 

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