Entre 1947 y 1949, la clase dominante criolla optó por ahogar en sangre la opción cierta de democratizar el país, cercenando así la posibilidad de construir un Estado que, más allá de ser ente administrativo de poderes foráneos, y lerdo aparato burocrático al servicio de la élite económica y política del país, ejerciera su poder en función del conjunto social. Se gestaron entonces las autodefensas campesinas y se extendió la insurrección. Bajo el rotulo de ¡comunistas! fueron englobadas las fuerzas sociales y políticas con ideas soberanas y sociales, enfocándolas para su aniquilamiento. Y vino la confrontación armada de más de 50 años librada por humildes que, más allá de sus deseos, terminó sirviéndole al capital que se nutre de la guerra.
Los acuerdos de paz suscritos en noviembre de 2016 entre Gobierno y Farc contemplaron una condición que en los años 80 fue utilizada para justificar el exterminio de la oposición política: al establecimiento no le bastaba la dejación de las armas sino que era imprescindible la entrega de las mismas. La narcoeconomía era un hecho protuberante en el país y no pudimos ver que la guerra servía a sus propósitos.
Al cumplirse un año de la firma de los acuerdos, más allá de contemplar el vaso medio vacío o medio lleno, lo cierto es que el Estado ha cumplido apenas con una pequeña parte de lo pactado: el asunto de la desmovilización de las fuerzas armadas guerrilleras.
El Congreso ha expedido un conjunto de disposiciones con relación a la reforma rural integral, pero el problema central de promover una transformación real de las condiciones de vida y de trabajo en los campos de Colombia ha quedado enzarzada en los incisos.
La reforma política, indispensable para que el país salga de la trampa de una cultura política que reproduce incesantemente un Estado corrupto e ineficaz en la tarea de responder a males sociales que no dan espera, quedó aplastada por el peso de una clase política no dispuesta a cambiar las reglas de juego que le han servido para conservar y ampliar sus privilegios. Ni siquiera las circunscripciones especiales, contempladas apenas para representar a las comunidades de los territorios que más víctimas han arrojado, han escapado a los obstáculos interpuestos por el Partido Conservador, unido con el Centro Democrático. No hay interés en crear las condiciones para el surgimiento de nuevos actores políticos. Esto sin contar que varias décadas de inoculación del odio y de la intolerancia en la cultura política no se remedian con un acuerdo ni con textos legales.
El proceso de verdad y justicia, indispensable para comprender lo que nos ha acontecido y abandonar los espejismos que nos empujaron a odiarnos y matarnos, ha sido obstaculizado al máximo posible por parte del Centro Democrático y de Cambio Radical, en representación de los mandos militares y de una franja del empresariado, renuentes a que se conozca la verdad sobre lo sucedido y asimismo a concurrir a los tribunales, así las penas sean conmutables por la verdad sobre lo sucedido en estas décadas de guerra.
El punto cuarto de los acuerdos, sobre el tema de los cultivos declarados ilícitos, que contempla las medidas dirigidas a crear fórmulas de vida consensuadas con la población que deriva su existencia de los cultivos de coca, tampoco ha tenido desarrollo. La única novedad –adversa– ha sido la postura del gobierno de Trump de exigir las fumigaciones aéreas, amenazando con descertificar al país y aplicar nuevos grados de intervención bajo el signo de la fuerza.
Las garantías para la vida, también acordadas, quedan sepultadas bajo el peso de la cifra tremenda de líderes sociales que han sido asesinados este año, así como de integrantes de las Farc que entregaron las armas, lo cual tiende una enorme sombra de grave inquietud ligada al precedente del exterminio de la Unión Patriótica.
La guerra contra el terrorismo ya no sirve como excusa para hacerse de la vista gorda sobre el narcoparamilitarismo, renombrado como ‘bandas emergentes’, que aún no desaparece. Ni para mantener y ampliar, como sucedió este año, el presupuesto para la guerra.
Las reformas legales, lo sabemos hace tiempo, no garantizan en absoluto transformar la vida cotidiana. Y hasta ahora, los poderes han logrado refrenar los desarrollos legales que resultan fieles al espíritu de los acuerdos. La unión amplia, visionaria, pedagógica, de las fuerzas sociales y políticas éticas, democráticas, aún no se fragua. ¿Qué puede venir?